Ana
Pérez
“Parece
retrasada”, esa frase, que había escuchado cientos de veces en
mi infancia cuando me cruzaba con niños y niñas de mi edad y aun otras personas
no tan pequeñas, era un mantra que todavía hoy no se me ha quitado de la
cabeza. Cuando era una niña, mis padres notaron que algo no iba bien en mi
lenguaje, por lo tanto, empezaron a llevarme a un prestigioso logopeda para que
me enseñara a pronunciar bien las palabras. Ellos creían que mi timidez hacía
que dudase de mis facultades, pero pronto se dieron cuenta de que no era sólo
un problema de timidez. En el cole,
me sentía el bicho raro de la clase porque, mientras mis compañeros pintaban,
coloreaban, escribían o jugaban, yo me aburría y me ponía a contar musarañas
hasta que la profesora venía a mi pupitre y me pillaba en plena ensoñación.
Cuando me preguntaba qué estaba haciendo, yo le contestaba que estaba contando
los planetas del universo. Entonces, ella se exasperaba porque no lograba
entender por qué no me juntaba con mis compañeros y hacía como ellos las tareas
encomendadas. La verdad es que mi clase era un poco rollo, así lo sentía, ya
que nos pasábamos todo el día haciendo cosas tan banales como pintar o dibujar.
¡Ni que fuéramos Rembrandt o Picasso!
Cuando
comencé la Educación Primaria me fui encerrando cada vez más en mi misma porque
el resto de compañeros se reían de mí, ya que no era guay para ellos. Mis padres, muy preocupados por mi aislamiento
social, me llevaron, esta vez, a la consulta de un psicólogo charlatán, al que
lo único que le interesaba era el dinero que le dejaban mis progenitores en
cada sesión. Me preguntaba cosas banales, me enseñaba diferentes formas
extrañas en cartulinas y decía que necesitaba más sesiones para sacar un
diagnóstico concluyente. Después de más de cuarenta sesiones, llegó a la
conclusión de que no me pasaba nada más allá de las cosas típicas de la edad de
una niña de siete años. Ahí pensé que los charlatanes sabelotodo no estaban sólo
en las tertulias televisivas sino también en las consultas médicas.
Fueron
transcurriendo los cursos de Educación Primaria sin mejorar mis relaciones
sociales, aunque académicamente sacaba notas brillantes sin demasiado esfuerzo,
puesto que los ejercicios que nos proponían eran muy sencillos para mí. En
casa, en vez de leer las lecturas complementarias del cole, devoraba las obras de Edgar Allan Poe, la Historia
Interminable y las novelas de Charles Dickens. En el último curso de la
Educación Primaria llegó un nuevo compañero, se llamaba José, y al ser el
último en incorporarse tuvo que sentarse en el pupitre que estaba al lado del
mío. Este hecho me provocó una gran desazón pues estaba acostumbrada a mi
confortable soledad y los cambios de rutinas me causaban una gran inquietud.
José
resultó ser un estupendo compañero de pupitre, que acabó convirtiéndose en mi
primer amigo. Él era diferente a los demás porque sabía cómo captar mi
atención. Me decía las cosas claras y sin dobles sentidos, respetaba mis
rutinas y espacios, además de ayudarme a entender el comportamiento del resto
de la clase. Se había convertido en mi amigo del alma. Un día, en un ataque de
sinceridad, le pregunté: “¿Cómo es que has dado con la forma de tratarme en
la que yo pueda interactuar contigo?”, a lo que él me respondió: “muy
fácil, tú eres como mi hermana Clara que tiene el Síndrome de Asperger,
entonces te trato como si fueras ella”.
Al
llegar a casa ese día les dije a mis padres lo que me había dicho mi amigo José
sobre su hermana y el síndrome de Asperger.
A ambos se les iluminó la cara de felicidad porque al fin veían una pequeña luz
al final del túnel de incomprensión social que su hija había sufrido todos
estos años. De todas formas, el camino no fue fácil ya que al año siguiente
empecé la Educación Secundaria en un nuevo centro con nuevos compañeros y sin mi
amigo José, que se tuvo que marchar a vivir con sus padres a Hong Kong, debido
a que su padre ocupaba un puesto directivo en una gran multinacional y lo
habían enviado para organizar la nueva sede recién inaugurada de ese lugar.
La
marcha de José, el cambio de centro y el nuevo tratamiento para mi síndrome me
ocasionaron muchos problemas de conducta, que tardaron algunos años en
controlarse. Mis nuevos compañeros eran más crueles que los que había tenido en
primaria, aquel “parece retrasada”, que tanto me decían, se convirtió en esta chica es “la
loca de la colina”. Las burlas hacia mi fueron incesantes, lo que provocó
que me volviera a encerrar en mí misma y centrara toda mi atención en el
estudio. Esto hizo que acabase la Educación Secundaria y el Bachillerato con
matrícula de honor y una mención especial en matemáticas. ¡Me encantan las
matemáticas! Tanto es así, que gané la beca América de estudios
superiores de matemáticas en el MIT de Massachusetts. El mucho sufrimiento, que
tuviera durante esos años, se compensaba ahora con la emoción de tener la
oportunidad de aprender matemáticas con los mejores matemáticos en Estados
Unidos, pero mi alegría fue fugaz porque mis padres no estaban muy convencidos
de la idea, ya que yo seguía una rutina muy rígida todos los días y no creían
que fuera capaz de lograrlo sola. Finalmente, tras muchas discusiones,
decidieron dejarme ir con la condición de que uno de los dos siempre estaría a
mi lado. Acepté y acto seguido me fui a comprar los billetes de avión, sólo los
de ida.
El
primer mes fue frenético, todo era nuevo y emocionante. El país, la universidad
y ¡hasta los compañeros! Muchos eran muy frikis
de las matemáticas y eso me gustaba. Los primeros tres meses me acompañó mi
madre en el pequeño apartamento proporcionado por la universidad y todo me
resultó mucho más sencillo.
Un
día en la clase de álgebra vi a un chico que me recordaba a José, mi amigo de
la infancia, pero no podía ser él porque esto no era Hong Kong. Al finalizar la
clase, vi cómo ese chico esperaba a que saliese yo con una sonrisa profident en el rostro y al verme gritó:
¡Ana! ¡Mi amiga del alma, nos volvemos a encontrar! Acto seguido me preguntó si
podía darme un abrazo y fui yo quien se abalanzó sobre él. La alegría que
sentía era inmensa y lo invité a comer en el apartamento que compartía con mi
madre. Allí nos pusimos al día y supe que hacía tres años que residía en los
Estados Unidos porque a su padre lo habían vuelto a trasladar, esta vez a Nueva
York, él había acabado sus estudios secundarios en un High School de Manhattan
y había sido admitido en el MIT para realizar la carrera de matemáticas ¡Qué
casualidad! Compartiría con él mi estancia en el MIT.
Cada
vez me sentía más integrada en la vida americana y fui socializando con la
gente poco a poco, que sabía cómo dirigirse a mí, gracias en gran parte a la
labor realizada por José, que se ocupaba de advertir a quienes me conocían de
mis rutinas, y yo ya no me sentía aquel bicho
raro de épocas pasadas.
Tal
fue mi adaptación que, después de un año de estancia en Estados Unidos, mis
padres dejaron de quedarse conmigo en el pequeño apartamento del campus porque
vieron que ya podía defenderme yo sola. Esto supuso una gran victoria en cuanto
a mi desarrollo personal frente al síndrome.
Al
finalizar los estudios en el MIT, nos ofrecieron trabajo a José y a mí en la
misma gran empresa tecnológica, decimos aceptarlo y trasladarnos al Estado de
California, en concreto a San Francisco. Nuestra relación se fue estrechando
con los años y en California ya compartíamos piso; yo sentía algo extraño por
él, una fuerte atracción, que nunca antes había experimentado. Un día él me
aclaró lo que me pasaba. Y me propuso que fuéramos novios, lo que me pareció una
idea estupenda.
Al
cabo de tres años éramos padres de una preciosa niña, Chloé. Y aquel lejano
comentario de “parece retrasada”,
que había sufrido a lo largo de los años, parecía desvanecerse a pasos
agigantados y ahora sólo podía pensar en lo afortunada que era al haber formado
una familia tan especial. Entonces, recordé aquella frase tan bonita que me
dijo José en primaria: ¿Y si fueras ella?