jueves, 2 de julio de 2020

¿Y SI FUERA ELLA?


Ana Pérez

“Parece retrasada”, esa frase, que había escuchado cientos de veces en mi infancia cuando me cruzaba con niños y niñas de mi edad y aun otras personas no tan pequeñas, era un mantra que todavía hoy no se me ha quitado de la cabeza. Cuando era una niña, mis padres notaron que algo no iba bien en mi lenguaje, por lo tanto, empezaron a llevarme a un prestigioso logopeda para que me enseñara a pronunciar bien las palabras. Ellos creían que mi timidez hacía que dudase de mis facultades, pero pronto se dieron cuenta de que no era sólo un problema de timidez. En el cole, me sentía el bicho raro de la clase porque, mientras mis compañeros pintaban, coloreaban, escribían o jugaban, yo me aburría y me ponía a contar musarañas hasta que la profesora venía a mi pupitre y me pillaba en plena ensoñación. Cuando me preguntaba qué estaba haciendo, yo le contestaba que estaba contando los planetas del universo. Entonces, ella se exasperaba porque no lograba entender por qué no me juntaba con mis compañeros y hacía como ellos las tareas encomendadas. La verdad es que mi clase era un poco rollo, así lo sentía, ya que nos pasábamos todo el día haciendo cosas tan banales como pintar o dibujar. ¡Ni que fuéramos Rembrandt o Picasso!

Cuando comencé la Educación Primaria me fui encerrando cada vez más en mi misma porque el resto de compañeros se reían de mí, ya que no era guay para ellos. Mis padres, muy preocupados por mi aislamiento social, me llevaron, esta vez, a la consulta de un psicólogo charlatán, al que lo único que le interesaba era el dinero que le dejaban mis progenitores en cada sesión. Me preguntaba cosas banales, me enseñaba diferentes formas extrañas en cartulinas y decía que necesitaba más sesiones para sacar un diagnóstico concluyente. Después de más de cuarenta sesiones, llegó a la conclusión de que no me pasaba nada más allá de las cosas típicas de la edad de una niña de siete años. Ahí pensé que los charlatanes sabelotodo no estaban sólo en las tertulias televisivas sino también en las consultas médicas.

Fueron transcurriendo los cursos de Educación Primaria sin mejorar mis relaciones sociales, aunque académicamente sacaba notas brillantes sin demasiado esfuerzo, puesto que los ejercicios que nos proponían eran muy sencillos para mí. En casa, en vez de leer las lecturas complementarias del cole, devoraba las obras de Edgar Allan Poe, la Historia Interminable y las novelas de Charles Dickens. En el último curso de la Educación Primaria llegó un nuevo compañero, se llamaba José, y al ser el último en incorporarse tuvo que sentarse en el pupitre que estaba al lado del mío. Este hecho me provocó una gran desazón pues estaba acostumbrada a mi confortable soledad y los cambios de rutinas me causaban una gran inquietud.

José resultó ser un estupendo compañero de pupitre, que acabó convirtiéndose en mi primer amigo. Él era diferente a los demás porque sabía cómo captar mi atención. Me decía las cosas claras y sin dobles sentidos, respetaba mis rutinas y espacios, además de ayudarme a entender el comportamiento del resto de la clase. Se había convertido en mi amigo del alma. Un día, en un ataque de sinceridad, le pregunté: “¿Cómo es que has dado con la forma de tratarme en la que yo pueda interactuar contigo?”, a lo que él me respondió: “muy fácil, tú eres como mi hermana Clara que tiene el Síndrome de Asperger, entonces te trato como si fueras ella”.

Al llegar a casa ese día les dije a mis padres lo que me había dicho mi amigo José sobre su hermana y el síndrome de Asperger. A ambos se les iluminó la cara de felicidad porque al fin veían una pequeña luz al final del túnel de incomprensión social que su hija había sufrido todos estos años. De todas formas, el camino no fue fácil ya que al año siguiente empecé la Educación Secundaria en un nuevo centro con nuevos compañeros y sin mi amigo José, que se tuvo que marchar a vivir con sus padres a Hong Kong, debido a que su padre ocupaba un puesto directivo en una gran multinacional y lo habían enviado para organizar la nueva sede recién inaugurada de ese lugar.

La marcha de José, el cambio de centro y el nuevo tratamiento para mi síndrome me ocasionaron muchos problemas de conducta, que tardaron algunos años en controlarse. Mis nuevos compañeros eran más crueles que los que había tenido en primaria, aquel “parece retrasada”, que tanto me decían, se convirtió en esta chica es “la loca de la colina”. Las burlas hacia mi fueron incesantes, lo que provocó que me volviera a encerrar en mí misma y centrara toda mi atención en el estudio. Esto hizo que acabase la Educación Secundaria y el Bachillerato con matrícula de honor y una mención especial en matemáticas. ¡Me encantan las matemáticas! Tanto es así, que gané la beca América de estudios superiores de matemáticas en el MIT de Massachusetts. El mucho sufrimiento, que tuviera durante esos años, se compensaba ahora con la emoción de tener la oportunidad de aprender matemáticas con los mejores matemáticos en Estados Unidos, pero mi alegría fue fugaz porque mis padres no estaban muy convencidos de la idea, ya que yo seguía una rutina muy rígida todos los días y no creían que fuera capaz de lograrlo sola. Finalmente, tras muchas discusiones, decidieron dejarme ir con la condición de que uno de los dos siempre estaría a mi lado. Acepté y acto seguido me fui a comprar los billetes de avión, sólo los de ida.

El primer mes fue frenético, todo era nuevo y emocionante. El país, la universidad y ¡hasta los compañeros! Muchos eran muy frikis de las matemáticas y eso me gustaba. Los primeros tres meses me acompañó mi madre en el pequeño apartamento proporcionado por la universidad y todo me resultó mucho más sencillo.

Un día en la clase de álgebra vi a un chico que me recordaba a José, mi amigo de la infancia, pero no podía ser él porque esto no era Hong Kong. Al finalizar la clase, vi cómo ese chico esperaba a que saliese yo con una sonrisa profident en el rostro y al verme gritó: ¡Ana! ¡Mi amiga del alma, nos volvemos a encontrar! Acto seguido me preguntó si podía darme un abrazo y fui yo quien se abalanzó sobre él. La alegría que sentía era inmensa y lo invité a comer en el apartamento que compartía con mi madre. Allí nos pusimos al día y supe que hacía tres años que residía en los Estados Unidos porque a su padre lo habían vuelto a trasladar, esta vez a Nueva York, él había acabado sus estudios secundarios en un High School de Manhattan y había sido admitido en el MIT para realizar la carrera de matemáticas ¡Qué casualidad! Compartiría con él mi estancia en el MIT.

Cada vez me sentía más integrada en la vida americana y fui socializando con la gente poco a poco, que sabía cómo dirigirse a mí, gracias en gran parte a la labor realizada por José, que se ocupaba de advertir a quienes me conocían de mis rutinas, y yo ya no me sentía aquel bicho raro de épocas pasadas.

Tal fue mi adaptación que, después de un año de estancia en Estados Unidos, mis padres dejaron de quedarse conmigo en el pequeño apartamento del campus porque vieron que ya podía defenderme yo sola. Esto supuso una gran victoria en cuanto a mi desarrollo personal frente al síndrome.

Al finalizar los estudios en el MIT, nos ofrecieron trabajo a José y a mí en la misma gran empresa tecnológica, decimos aceptarlo y trasladarnos al Estado de California, en concreto a San Francisco. Nuestra relación se fue estrechando con los años y en California ya compartíamos piso; yo sentía algo extraño por él, una fuerte atracción, que nunca antes había experimentado. Un día él me aclaró lo que me pasaba. Y me propuso que fuéramos novios, lo que me pareció una idea estupenda.

Al cabo de tres años éramos padres de una preciosa niña, Chloé. Y aquel lejano comentario de “parece retrasada”, que había sufrido a lo largo de los años, parecía desvanecerse a pasos agigantados y ahora sólo podía pensar en lo afortunada que era al haber formado una familia tan especial. Entonces, recordé aquella frase tan bonita que me dijo José en primaria: ¿Y si fueras ella?