Este héroe, que
protagoniza la primera epopeya escrita conocida de la historia de la humanidad,
ha sido el padre involuntario de muchos otros mitos que se derivaron del suyo.
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En el Museo del Louvre, en París, puede verse esta efigie procedente del palacio de Sargón II, rey de Asiria en el siglo VIII a. C., que algunos expertos identifican con Gilgamesh. |
Antes que todos los
demás, estuvo Gilgamesh. Puede que sea una frase algo exagerada, pero pocas
dudas caben de que la leyenda de este héroe es una de las primeras de las que
tenemos constancia escrita en la historia de la humanidad. La versión más
completa de su epopeya se encuentra en unas tablillas sobrevivientes de la
biblioteca de Nínive, que construyó el rey de Asiria Asurbanipal en el siglo
VII a. C. No obstante, ésta simplemente recoge algunos viejos mitos sumerios
que por entonces ya llevaban circulando muchos siglos -se estima que fueron
puestos por escrito por primera vez entre 1800 y 1600 a.C., aunque pudo ser
antes- y que los escribas organizaron para crear una historia con principio y
fin.
2/3 divino y 1/3
humano
Gilgamesh comparte origen
y poderes con otros muchos héroes clásicos, y en muchos relatos posteriores
encontramos coincidencias con su historia, como un origen semidivino, un mar de
los muertos que debe cruzarse con un barquero, una puerta guardada por antecesores
de las esfinges y hasta el diluvio universal.
Producto de la unión
entre la diosa Ninsun y un mortal, Gilgamesh era “dos tercios dios y un
tercio hombre”, como se lee en su saga. Estaba dotado del atractivo de su
madre y de una fuerza sin límite, “como la de un búfalo con la cabeza alta.
Sin rival es el choque de sus armas”. Las estatuas y grabados con su imagen
nos transmiten ese ideal de belleza, según los cánones de la época, pues
Gilgamesh aparece en todos ellos con la cuidadísima barba y melena
características de la nobleza, y ataviado con unos ropajes que parecen
corresponderse más con los de un aristócrata que con los de un guerrero. Y no
es un retrato inexacto, porque Gilgamesh fue, ante todo, un monarca, que
reinaba sobre la inexpugnable ciudad de Uruk, que él mismo había construido.
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Según la tradición, Gilgamesh alzó las murallas de Uruk reflejadas en esta foto, sus ruinas, en Irak hace 4.750 años. |
Un tirano poderoso
Sin embargo, su reinado
no estuvo exento de polémica y, al parecer, sus abusos en el ejercicio del
poder llevaron a sus súbditos a pedir a los dioses que, de algún modo, pusieran
freno a sus excesos. Éstos, en respuesta, crearon a Enkidu, opuesto a Gilgamesh
en muchos aspectos: era, como él, enormemente poderoso, pero frente a la rica
ornamentación y alta posición de su rival, Enkidu representaba la vuelta al salvajismo
primigenio.
Habitaba en la selva,
entre las bestias, e iba cubierto de pelo, hasta que una mujer -una cortesana,
según algunas versiones, una sacerdotisa de la diosa Isthar, según otras- se
unió a él y cohabitaron durante siete días y siete noches, pasados los cuales
Enkidu había perdido buena parte de su ferocidad. Lo suficiente, al menos, para
dar sus primeros pasos en la civilización.
Acompañado por la mujer,
llegó a Uruk, donde conoció a Gilgamesh y se enfrentó a él, según suele suceder
en este tipo de mitos. El rey resultó vencedor, pero aquel combate fue el
inicio de una amistad imperecedera entre ambos guerreros, que acometerían
grandes hazañas, como matar al gigante Humbaba, con dientes de león y cuerpo de
dragón, que custodiaba los cedros del dios Enlil.
Las proezas de Gilgamesh
no pasaron desapercibidas a Isthar, la diosa del amor, que se prendó de él.
Éste, sin embargo, la rechazó de forma terminante y le recordó sus infidelidades
con pasados amantes y el triste final que todos habían tenido. El despecho de
la diosa fue tal que creó un toro celestial y lo envió para que acabara con él
y destruyera su ciudad; cada resoplido de la bestia abría una gigantesca sima
por la que caían cientos de guerreros, hasta que Enkidu logró asirlo por los
cuernos y gritó: “¡Gilgamesh, hermano, golpea con tu espada!”. Éste lo
hizo así, y entre los dos lograron matarlo.
Enkidu cometió entonces
la imprudencia de burlarse de Isthar y arrojar su lanza contra su rostro.
Enfurecida más allá de lo imaginable, ésta centró en él su venganza y exigió a
los demás dioses que lo castigaran con una muerte lenta, que le llegó después
de doce días de enfermedad. “He soñado mi final. El pájaro negro de la
muerte me cogió en sus garras y me llevó a la casa del polvo -el inframundo-,
el palacio de Irkalla, reina de la oscuridad”. Ésas fueron las últimas
palabras que Enkidu dirigió a Gilgamesh, momentos antes de fallecer.
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Gilgamesh y su compañero Enkidu se enfrentaron a un toro que la despechada diosa Isthar había enviado para destruir su ciudad. |
En busca de la
inmortalidad
El deceso de su amigo
impulsó la siguiente etapa -y la más ambiciosa- de la historia del héroe:
encontrar y comprender las razones de la muerte y conocer el secreto por el que
los hombres expiran, pero los dioses viven eternamente.
El guardián del mismo era
su antepasado Utnapishtim -para los babilonios- o Ziusudra -para los sumerios-,
que había sobrevivido al diluvio que algunos dioses habían enviado en tiempos
remotos para acabar con nuestra especie.
Pero llegar hasta él no
era nada fácil. Para ello, tuvo que superar tremendos desafíos, entre ellos
luchar con los monstruos que guardaban la puerta de los picos gemelos de Mashu,
que custodiaba el sol naciente y poniente. Estas criaturas híbridas, mitad
humano y mitad dragón, podían matar con su mirada, pero Gilgamesh era más dios
que hombre. “He venido en busca de mi ancestro Utnapishtim y, aunque tengo
miedo, debo pasar”, dijo y le abrieron la puerta.
Al otro lado, le esperaba
Siduri, diosa de la sabiduría, que le anunció que nunca conseguiría su
propósito de ser inmortal. A pesar de ello, Gilgamesh prosiguió y cruzó el Mar
de la Muerte, en una embarcación guiada por el barquero Urshanabi, con especial
cuidado de no tocar sus aguas.
El secreto de la
serpiente
Así, por fin se presentó
ante Utnapishtim, que le reveló la existencia de una planta que crecía en la
otra orilla del mencionado Mar de la Muerte, con espinas afiladas como las
rosas, que restituía la juventud de quien la comiese. Con la ayuda de
Urshanabi, Gilgamesh la encontró y emprendió el camino de vuelta a Uruk, para
probarla primero con los ancianos y luego consigo mismo. Pero, durante el
trayecto, una serpiente se la arrebató.
Decepcionado, Gilgamesh
regresó a su ciudad. Pese a sus esfuerzos, la inmortalidad seguía siendo un
privilegio exclusivo de los dioses. La única excepción fue la serpiente.
Gracias a haberse hecho con la planta, obtuvo el don de rejuvenecer, como lo
demuestran sus cambios de piel.
Algunos expertos
piensan que Gilgamesh existió realmente y que fue rey de Uruk hacia el 2700
a.C.
BIBLIOGRAFÍA
Littleton, C. Scott
(2007). MITOLOGÍA. antología ilustrada de mitos y leyendas del mundo.
Barcelona: Editorial Blume.