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lunes, 15 de junio de 2020

LA AVENTURA ORIGINAL DE GILGAMESH

Este héroe, que protagoniza la primera epopeya escrita conocida de la historia de la humanidad, ha sido el padre involuntario de muchos otros mitos que se derivaron del suyo.

En el Museo del Louvre, en París, puede verse esta efigie procedente del palacio de Sargón II, rey de Asiria en el siglo VIII a. C., que algunos expertos identifican con Gilgamesh.


Antes que todos los demás, estuvo Gilgamesh. Puede que sea una frase algo exagerada, pero pocas dudas caben de que la leyenda de este héroe es una de las primeras de las que tenemos constancia escrita en la historia de la humanidad. La versión más completa de su epopeya se encuentra en unas tablillas sobrevivientes de la biblioteca de Nínive, que construyó el rey de Asiria Asurbanipal en el siglo VII a. C. No obstante, ésta simplemente recoge algunos viejos mitos sumerios que por entonces ya llevaban circulando muchos siglos -se estima que fueron puestos por escrito por primera vez entre 1800 y 1600 a.C., aunque pudo ser antes- y que los escribas organizaron para crear una historia con principio y fin.

La saga de Gilgamesh, que trató de descubrir en vano el secreto de la eterna juventud, fue plasmada en signos cuneiformes sobre tablillas de arcilla. Arriba, una de ellas, de origen babilónico, realizada entre 2000 y 1595 a. C., en contrada en la biblioteca de la ciudad de Nínive.


2/3 divino y 1/3 humano

Gilgamesh comparte origen y poderes con otros muchos héroes clásicos, y en muchos relatos posteriores encontramos coincidencias con su historia, como un origen semidivino, un mar de los muertos que debe cruzarse con un barquero, una puerta guardada por antecesores de las esfinges y hasta el diluvio universal.

Producto de la unión entre la diosa Ninsun y un mortal, Gilgamesh era “dos tercios dios y un tercio hombre”, como se lee en su saga. Estaba dotado del atractivo de su madre y de una fuerza sin límite, “como la de un búfalo con la cabeza alta. Sin rival es el choque de sus armas”. Las estatuas y grabados con su imagen nos transmiten ese ideal de belleza, según los cánones de la época, pues Gilgamesh aparece en todos ellos con la cuidadísima barba y melena características de la nobleza, y ataviado con unos ropajes que parecen corresponderse más con los de un aristócrata que con los de un guerrero. Y no es un retrato inexacto, porque Gilgamesh fue, ante todo, un monarca, que reinaba sobre la inexpugnable ciudad de Uruk, que él mismo había construido.

Según la tradición, Gilgamesh alzó las murallas de Uruk reflejadas en esta foto, sus ruinas, en Irak hace 4.750 años.


Un tirano poderoso

Sin embargo, su reinado no estuvo exento de polémica y, al parecer, sus abusos en el ejercicio del poder llevaron a sus súbditos a pedir a los dioses que, de algún modo, pusieran freno a sus excesos. Éstos, en respuesta, crearon a Enkidu, opuesto a Gilgamesh en muchos aspectos: era, como él, enormemente poderoso, pero frente a la rica ornamentación y alta posición de su rival, Enkidu representaba la vuelta al salvajismo primigenio.

Habitaba en la selva, entre las bestias, e iba cubierto de pelo, hasta que una mujer -una cortesana, según algunas versiones, una sacerdotisa de la diosa Isthar, según otras- se unió a él y cohabitaron durante siete días y siete noches, pasados los cuales Enkidu había perdido buena parte de su ferocidad. Lo suficiente, al menos, para dar sus primeros pasos en la civilización.

Acompañado por la mujer, llegó a Uruk, donde conoció a Gilgamesh y se enfrentó a él, según suele suceder en este tipo de mitos. El rey resultó vencedor, pero aquel combate fue el inicio de una amistad imperecedera entre ambos guerreros, que acometerían grandes hazañas, como matar al gigante Humbaba, con dientes de león y cuerpo de dragón, que custodiaba los cedros del dios Enlil.

Las proezas de Gilgamesh no pasaron desapercibidas a Isthar, la diosa del amor, que se prendó de él. Éste, sin embargo, la rechazó de forma terminante y le recordó sus infidelidades con pasados amantes y el triste final que todos habían tenido. El despecho de la diosa fue tal que creó un toro celestial y lo envió para que acabara con él y destruyera su ciudad; cada resoplido de la bestia abría una gigantesca sima por la que caían cientos de guerreros, hasta que Enkidu logró asirlo por los cuernos y gritó: “¡Gilgamesh, hermano, golpea con tu espada!”. Éste lo hizo así, y entre los dos lograron matarlo.

Enkidu cometió entonces la imprudencia de burlarse de Isthar y arrojar su lanza contra su rostro. Enfurecida más allá de lo imaginable, ésta centró en él su venganza y exigió a los demás dioses que lo castigaran con una muerte lenta, que le llegó después de doce días de enfermedad. “He soñado mi final. El pájaro negro de la muerte me cogió en sus garras y me llevó a la casa del polvo -el inframundo-, el palacio de Irkalla, reina de la oscuridad”. Ésas fueron las últimas palabras que Enkidu dirigió a Gilgamesh, momentos antes de fallecer.

Gilgamesh y su compañero Enkidu se enfrentaron a un toro que la despechada diosa Isthar había enviado para destruir su ciudad.


En busca de la inmortalidad

El deceso de su amigo impulsó la siguiente etapa -y la más ambiciosa- de la historia del héroe: encontrar y comprender las razones de la muerte y conocer el secreto por el que los hombres expiran, pero los dioses viven eternamente.

El guardián del mismo era su antepasado Utnapishtim -para los babilonios- o Ziusudra -para los sumerios-, que había sobrevivido al diluvio que algunos dioses habían enviado en tiempos remotos para acabar con nuestra especie.

Pero llegar hasta él no era nada fácil. Para ello, tuvo que superar tremendos desafíos, entre ellos luchar con los monstruos que guardaban la puerta de los picos gemelos de Mashu, que custodiaba el sol naciente y poniente. Estas criaturas híbridas, mitad humano y mitad dragón, podían matar con su mirada, pero Gilgamesh era más dios que hombre. “He venido en busca de mi ancestro Utnapishtim y, aunque tengo miedo, debo pasar”, dijo y le abrieron la puerta.

Al otro lado, le esperaba Siduri, diosa de la sabiduría, que le anunció que nunca conseguiría su propósito de ser inmortal. A pesar de ello, Gilgamesh prosiguió y cruzó el Mar de la Muerte, en una embarcación guiada por el barquero Urshanabi, con especial cuidado de no tocar sus aguas.

El secreto de la serpiente

Así, por fin se presentó ante Utnapishtim, que le reveló la existencia de una planta que crecía en la otra orilla del mencionado Mar de la Muerte, con espinas afiladas como las rosas, que restituía la juventud de quien la comiese. Con la ayuda de Urshanabi, Gilgamesh la encontró y emprendió el camino de vuelta a Uruk, para probarla primero con los ancianos y luego consigo mismo. Pero, durante el trayecto, una serpiente se la arrebató.

Decepcionado, Gilgamesh regresó a su ciudad. Pese a sus esfuerzos, la inmortalidad seguía siendo un privilegio exclusivo de los dioses. La única excepción fue la serpiente. Gracias a haberse hecho con la planta, obtuvo el don de rejuvenecer, como lo demuestran sus cambios de piel.

Algunos expertos piensan que Gilgamesh existió realmente y que fue rey de Uruk hacia el 2700 a.C.

BIBLIOGRAFÍA

Littleton, C. Scott (2007). MITOLOGÍA. antología ilustrada de mitos y leyendas del mundo. Barcelona: Editorial Blume.

 


sábado, 23 de mayo de 2020

LA MITOLOGÍA: SU ORIGEN Y UTILIDAD

Llámese mitología o fábula la historia que trata de la vida y hazañas de los semidioses y héroes de la antigüedad pagana. No todo lo que en estas fábulas se refiere es pura mentira o ficción; algunas de ellas descansan sobre fundamentos históricos y aún las hay que están sacadas del Antiguo Testamento. El diluvio de Deucalión recuerda el diluvio de Noé; en los Gigantes que escalan al cielo, fácil es reconocer a los hijos de los hombres levantando, con loca audacia, la torre de Babel; la formación del hombre por Prometeo es un remedo del Génesis; el sacrificio de Ifigenia parece reproducir la historia de Jefté.

El sacrificio de Ifigenia (1653) de Sébastien Bourdon.

La mitología tuvo su cuna en Egipto, Fenicia y Caldea. Hacia el año 2000 antes de Jesucristo, Nino, rey de Babilonia, hizo erigir en medio de la plaza pública la estatua de su padre Belo y mandó a sus súbditos que ante el vano simulacro ofreciesen incienso y elevasen sus plegarias. Influidos por este ejemplo, los pueblos vecinos deificaron a sus príncipes, a sus legisladores, a sus guerreros, a sus grandes hombres y aún a aquellos que habían conquistado una vergonzosa celebridad. Las pasiones y los vicios fueron también divinizados. Pero los pueblos de Grecia fueron los que elevaron la mitología a su mayor esplendor, la embellecieron con ingeniosas concepciones, la enriquecieron con gayas ficciones y en ella derramaron a manos llenas las creaciones de su imaginación. A sus ojos pareció demasiado sencillo lo que era tan sólo natural; los relatos de acciones verdaderas se animaron atribuyéndoles circunstancias extraordinarias. A sus ojos los pastores se tornaron sátiros y faunos: las pastoras, ninfas; los jinetes, centauros; los héroes, semidioses; las naranjas, manzanas de oro; en un bajel que navegaba a velas desplegadas vieron un dragón alado. Si un orador conseguía cautivar a su auditorio con los encantos de su elocuencia, le atribuían el poder de haber amansado los leones y de haber tornado sensibles a los duros peñascos. Una mujer que había perdido a su esposo y pasaba los días sumida en llanto inconsolable, aparecía a sus ojos convertida en fuente inagotable. De esta manera la poesía animó la naturaleza y pobló el mundo de seres fantásticos.

La Ilíada de Homero
La Odisea de Homero

Por más que la mitología sea, casi en su totalidad, tejido continuo de fábulas, no por eso deja de tener una utilidad incontestable. Por ella nos ponemos en condiciones de poder explicar las obras maestras de los pintores y escultores que admiramos y nos facilita la lectura de los poetas y la hace interesante. La mitología aclara la historia de las naciones paganas, nos hace conocer hasta qué punto los egipcios, mesopotámicos, griegos y romanos vivían sumidos en profundas tinieblas y a qué grado de desorientación puede llegar el hombre abandonado a las solas y pobre luces de su inteligencia. Sin duda que la mayor parte de las fábulas que la integran son falsas y absurdas: unos dioses cojos, ciegos, vulgares, luchan entre sí o contra los hombres; unos dioses pobres, desterrados del cielo, se ven obligados, mientras sobre la tierra permanecen, a ejercer el oficio de albañil o de pastor, quedando, de este modo, ridiculizados en extremo. Pero la mitología ofrece frecuentemente fábulas morales en las que bajo el velo de la alegoría se ocultan preceptos excelentes y reglas de conducta.

El dios Marte de Diego Velázquez (1640).

Saturno devorando a su hijo de Francisco de Goya (1819-23).

Las furias que se ceban encarnizadamente en Orestes, el buitre que roe las entrañas de Prometeo, trazan la maravillosa imagen del remordimiento. La historia de Narciso ridiculiza la vanidad estúpida y el exagerado amor a sí mismo. La trágica muerte de Ícaro es una lección admirable para los hijos desobedientes, Faetón es el tipo de los orgullosos castigados. Los compañeros de Ulises convertidos en viles puercos por los brebajes de Circe, son una imagen fidelísima del embrutecimiento a que conducen la intemperancia y el libertinaje.

Orestes perseguido por las furias de William Adolphe Bouguereau (1862).
 

¿Creían todos los sabios de la antigüedad en la verdad de las fábulas mitológicas? Seguramente que no, pero no se atrevían a combatirlas abiertamente y contaban con burlarse de ellas en el seno de sus familias o en la intimidad de sus amistades. Quiso Sócrates demostrar a los atenienses la existencia de un solo y verdadero Dios atacando, por ende, el politeísmo, y pagó con la vida sus nobles propósitos. En Roma, Cicerón se atrevió en una de sus obras a chancearse al tratar de los dioses y mereció por ello la censura de sus contemporáneos.

Sócrates
Marco Tulio Cicerón

Al cristianismo estaba reservada la gloria de reducir a escombros este vetusto edificio y hacer que ante la antorcha de la revelación divina desaparecieran las tinieblas y la ignorancia que tales supersticiones fomentaban.

Vídeo sobre el mito de la creación en tres culturas.


BIBLIOGRAFÍA

Humbert, J. (2010). Mitología griega y romana. Barcelona: Editorial Gustavo Gil.

 


domingo, 17 de mayo de 2020

¿QUÉ SON LOS MITOS?

Los mitos son relatos mágicos en los que podemos contemplar el reflejo, no sólo de nuestras ilusiones y nuestros temores más profundos, sino también los de los pueblos primitivos que nos precedieron. Algunas de estas leyendas son muy antiguas y, a buen seguro, se contaban ya mucho antes del nacimiento de la escritura. En su conjunto, los mitos y las leyendas conforman gran parte de la literatura, la filosofía y la religión que ha creado la humanidad y constituyen sin duda un testimonio imprescindible del imaginario colectivo.

Los mitos cumplían numerosas funciones en los pueblos que los crearon y los transmitieron. No sólo ofrecían respuestas a los grandes interrogantes filosóficos de siempre (cómo se creó el universo, cuál es la naturaleza de las fuerzas que intervienen en él y cuál es el origen del ser humano y de la humanidad en su conjunto), sino que también proporcionaban respuestas a temas de índole más personal, como pautas sobre cómo comportarse, reglas sociales o explicaciones sobre cómo sería la vida en el más allá. En ese sentido, los mitos cimentaban las estructuras mentales sobre las que los antiguos construían su concepto de la vida. Y lo hacían, detalle éste fundamental, bajo un discurso narrativo, en forma de historias que la gente pudiera recordar y con las que pudiera identificarse, y, en definitiva, les hicieran reír, llorar o atemorizarse.

Debido precisamente al vasto repertorio de temas que tocan, de carácter casi universal, los mitos han ejercido desde siempre un atractivo que va más allá de lo cultural. Todo aquel que se adentra en el apasionante mundo de la mitología no tarda en hacer un sorprendente descubrimiento: más allá de las peculiaridades propias de su cultura de origen, es posible establecer paralelismos de lo más reveladores entre los mitos de las diferentes culturas, tal como lo demuestra la presencia de toda una serie de imágenes recurrentes (el huevo del que nace el universo, el diluvio universal, la naturaleza mortal del hombre como castigo divino…).

POPOL VUH: el libro sagrado de los mayas.


Estas similitudes son lo bastante evidentes como para haber atraído la atención de especialistas de numerosas disciplinas que, a lo largo de los años y desde sus campos respectivos, han intentado buscar una explicación a las mismas. Una hipótesis de trabajo obvia es la de la transmisión cultural, esto es, la idea de que los mitos han pasado de un pueblo a otro a través del contacto directo, como si se tratase de una mercancía más. En el siglo XIX, por ejemplo, se vinculó al descubrimiento de la propagación de las lenguas indoeuropeas a lo largo y ancho de Eurasia durante la edad del bronce, proceso durante el cual un grupo de pueblos arios se trasladó a India mientras que otro se dirigió hacia el norte de Europa después de atravesar Oriente Próximo y Grecia. Se trataba, sin duda, de una más que evidente vía de transmisión cultural que explicaría el hecho de que en las mitologías india, griega y nórdica aparezca una serie de temas comunes.

El panorama no hizo sino complicarse más cuando, ya en el siglo XX, los occidentales supimos de la existencia de una rica mitología en Australasia, el África Subsahariana y el continente americano, regiones que no mantuvieron contacto alguno durante la Antigüedad con las culturas de Eurasia, y cuyos mitos, sin embargo, guardan diversos puntos en común. Así, resulta que hay mitos sobre un gran diluvio universal tanto en Australasia y Suramérica como en China o Mesopotamia, al igual que se ha descubierto la existencia de mitos sobre la creación muy parecidos entre sí en culturas tan distantes como África y la antigua Grecia. Tenían que haber, pues, otros factores que explicaran la existencia de tales mitos y el hecho de que, por un motivo u otro, hubieran recorrido enormes distancias geográficas que las antiguas poblaciones no habían salvado.

Mitología africana: Mawu y Lisa, los gemelos creadores.


Este misterio captó el interés del gran psiquiatra suizo Carl Gustav Jung, quien con el tiempo acabó descubriendo que muchos de los temas que aparecían en los mitos universales, como los bosques sombríos, las transformaciones imposibles, las criaturas monstruosas, los niños abandonados, la capacidad de volar o las caídas, se mostraban también en sus sueños, así como en los de sus pacientes. Fue a partir de este descubrimiento que desarrolló su teoría del “inconsciente colectivo”, una nueva parcela de la mente inconsciente donde tiene cabida una colección de recuerdos e imágenes comunes a todo ser humano. Aunque son muchos los que con el paso del tiempo han rebatido esta teoría, lo cierto es que la noción de “arquetipo”, término éste con que se designaba a estos símbolos mentales de carácter universal, ha pasado ya a formar parte de nuestra cultura. Según Jung, los arquetipos son el vínculo perdido entre la mente individual de cada persona y los mitos propios de su cultura, y son precisamente ellos los que han posibilitado la vigencia hasta nuestros días de ese universo mitológico. Cuando decimos que algo “es un mito”, tanto podemos referirnos a que ese algo es ridículo o imposible, como a que por su carácter trascendental posee una “dimensión mítica”.

Carl Gustav Jung


Todo ello explica que las leyendas y los mitos continúen hoy en día dando sentido a nuestras vidas, así como al mundo en que vivimos. Y es que los grandes temas de la mitología universal discurren paralelos a nuestras propias experiencias vitales, escenificando en un plano imaginativo nuestras esperanzas y nuestros temores más profundos. Es precisamente gracias al hecho de que podemos identificarnos y emocionarnos con su contenido por lo que continúan captando nuestro interés y seduciéndonos.

El Consejo de los Dioses, fresco de Rafael.


Por otro lado, los mitos tienen también una innegable lectura de carácter social al sugerir que, al margen de las enormes diferencias idiomáticas y culturales, existe un origen común. Por alguna razón todavía por descubrir en la estructura mental del ser humano, lo cierto es que los pueblos de todos los continentes y todas las regiones climáticas tienden a desarrollar las mismas situaciones y a plantear los mismos conflictos. En ese sentido, los mitos se valen de un lenguaje universal que remite a un mundo anterior a la torre de Babel. Y es que, en definitiva, una vez salvadas las innumerables peculiaridades culturales, los mitos testimonian la unidad imaginativa del ser humano más allá del tiempo.

BIBLIOGRAFÍA

Littleton, C. Scott (2007). MITOLOGÍA. antología ilustrada de mitos y leyendas del mundo. Barcelona: Editorial Blume.