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lunes, 28 de marzo de 2022

RESEÑA SOBRE EL LIBRO "UNA VIOLENCIA INDÓMITA. EL SIGLO XX EUROPEO" DE JULIÁN CASANOVA

 


El catedrático de historia contemporánea de la Universidad de Zaragoza, Julián Casanova, nos ofrece en este ensayo un estudio de historia comparada al más alto nivel académico centrándose en los tipos de violencia que sufrió el continente europeo durante el siglo XX. Especialmente interesante es el capítulo 7 sobre la violencia en Europa Central y del Este.

Julián Casanova

En las notas de un discurso para las elecciones de 1922, Winston Churchill se refería a la “larga serie de sucesos desastrosos que habían ensombrecido los veinte primeros años del siglo XX: hemos visto en todo el mundo, en un país tras otro, donde se había levantado una estructura organizada, pacífica y próspera de sociedad civilizada, recaer en una secuencia espantosa de quiebra, barbarismo o anarquía”.

La Primera Guerra Mundial y la Revolución Bolchevique como sus principales efectos habían transformado el orden internacional establecido e inaugurado un periodo de inestabilidad política y económica de terribles consecuencias para la población que lo vivió.

El economista John K. Galbraith escribió muchos años después que, aunque su generación siempre pensó en la Segunda Guerra Mundial “como el gran momento crucial del cambio”, en realidad, desde el punto de vista social, las transformaciones más decisivas las había provocado la Primera Guerra Mundial.

Según Hobsbawm, un siglo XX “corto”, que duró solo desde 1914 hasta la desintegración de la URSS en 1991.

Aunque está claro el significado histórico que encierran estas dos fechas de inicio y final del siglo “corto”, el análisis de la violencia indómita en Europa que propone el autor en este libro rompe con esa periodización y la muy aceptada división del siglo XX en dos mitades, de contrastes, una primera muy violenta y una segunda pacífica. Esa división cronológica refleja un enfoque “europeo-occidental”, elaborado sobre todo desde Gran Bretaña y Francia, que resta importancia o ignora los diferentes procesos históricos de una amplia región de Europa Central y del Este, así como de los países mediterráneos.

BREVE SINOPSIS DE LOS CAPÍTULOS

Los dos primeros capítulos examinan la tensión entre el mundo de privilegios, lujo y poder en el que estaba instalada una parte de la sociedad europea antes de 1914, en la que muy pocos anticiparon su hundimiento, y “el volcán que estaba siendo alimentado por el poder explosivo del colonialismo”. El reparto oficial del gran pastel africano desde los años ochenta del siglo XIX significó un punto de inflexión para el nuevo imperialismo de las principales potencias europeas, que contagió a amplios sectores de sus sociedades con racismo, militarismo y etnonacionalismo.

Y fue en las colonias donde comenzó la “orgía de violencia” que destruyó la vida de millones de personas y que “rebotó” a Europa, volviendo a la dirección de origen, en 1914.

Varios historiadores, por lo tanto, han identificado en los últimos años los componentes básicos que desde finales del siglo XIX allanaron el camino a la violencia que afloró con una fuerza e intensidad desconocidas en el continente europeo desde el estallido de la Primera Guerra Mundial: el nacionalismo étnico-racista, el imperialismo colonial, los conflictos de clase, agudizados por el triunfo de la Revolución Bolchevique y una crisis prolongada del capitalismo. Conforme avanzó el siglo XX, el número de víctimas civiles en las guerras respecto a las militares no dejó de aumentar, constituyendo la mayoría de los asesinados, mutilados y violados.

Los capítulos tercero y cuarto, lo que denomina “culturas de guerra y revolución”, cubren la primera gran oleada de violencia masiva que vivió el continente europeo a causa de la Primera Guerra Mundial, las revoluciones rusas de 1917 y las secuelas de los conflictos armados y el paramilitarismo que dejó la quiebra de los imperios y del sistema tradicional de poderes en una gran parte de Europa Central y del Este. Porque, aunque oficialmente duró cuatro años y tres meses, la Primera Guerra Mundial no acabó en noviembre de 1918 con el armisticio, sino que fue seguida de una oleada de violencia paramilitar, de “brutalización” de la política y de glorificación de las armas, de la violencia y de la masculinidad.

Tras la Gran Depresión, que comenzó a sentirse con fuerza a partir de 1930, la democracia aguantó sólo en unos pocos países y un nuevo autoritarismo, representado por los fascismos y los movimientos populistas de derecha radical, triunfó en todos los demás, en un continente económica y políticamente roto. Fascismo y violencia fueron unidos desde el principio, porque los fascistas contemplaron la violencia no solo como un instrumento en la lucha política, sino como el “elemento unificador” de su propia existencia.

En el capítulo quinto, “la violencia sin fronteras”, se hace un recorrido transversal por diferentes casos extremos de violencia, principalmente la limpieza étnica, el genocidio y la violencia sexual.

La limpieza étnica y el genocidio son formas de violencia que persiguen a las personas por su raza, religión, nacionalidad o etnicidad y aunque no siempre coinciden en la dimensión y magnitud de la destrucción, ambos fenómenos aparecieron juntos en cuatro diferentes “oleadas de violencia” de la historia del siglo XX. La primera comenzó con la guerra de los Balcanes en 1912 y finalizó con el Tratado de Lausana de 1923. La segunda coincidió con el periodo de hegemonía nazi en Europa y con el momento en el que la Unión Soviética de Stalin pasó de la persecución de determinados grupos sociales, especialmente campesinos, a las deportaciones masivas de grupos definidos por su nacionalidad. La tercera, menos mortal pero con más población desplazada, ocurrió en el momento final de la Segunda Guerra Mundial y en los años posteriores. La última tuvo lugar en la antigua Yugoslavia en los años noventa cuando se creía que la limpieza étnica y el genocidio eran hechos de una “era de atrocidad” dejada ya atrás décadas antes.

Fueron precisamente las violaciones masivas de mujeres musulmanas en Bosnia-Herzegovina -y el subsiguiente reconocimiento internacional como crímenes de guerra- las que orientaron una nueva historiografía de estudios sobre la violencia sexual en otras guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, posguerras y ocupaciones militares, desde el genocidio de los armenios a la Francia de Vichy, el Holocausto, la Italia de Mussolini o la España de Franco. Los diferentes conflictos armados que jalonaron el siglo XX europeo crearon un entorno con dinámicas específicas y excepcionales de violencia sexual, de licencia para violar de forma repetida y como espectáculo público.

Las dos guerras mundiales y las revoluciones de 1917 fueron las escuelas en las que se forjaron los principales lazos de sangre, étnicos, nacionalistas y de clase a través de los cuales se han construido los relatos, argumentos y acontecimientos más relevantes. Pero la Segunda Guerra Mundial tampoco acabó en 1945 y en los tres años siguientes cientos de miles de personas fascistas, colaboracionistas y criminales de guerra fueron víctimas de violencia retributiva y vengadora.

En el capítulo sexto se analiza ese amplio catálogo de sistemas de persecución, desde linchamientos hasta sentencias de muerte, prisiones y trabajos forzados. Los soldados soviéticos, en su avance por el este y centro de Europa, saquearon y violaron con desenfreno. En las grandes capitales de Budapest, Viena y Berlín, liberadas por el Ejército Rojo tras fieros combates, del 10% al 20% de las mujeres fueron violadas, una historia silenciada durante largo tiempo, hasta el derrumbe del comunismo en 1989.

La violenta derrota del militarismo y de los fascismos allanó el camino para una alternativa que había aparecido en el horizonte de Europa Occidental antes de 1914, pero que no se había podido estabilizar después de 1918. Era el modelo de una sociedad democrática, basado en una combinación de representación con sufragio universal, estado de bienestar, con amplias prestaciones sociales, libre mercado, progreso y consumismo.

A partir de 1945 la cultura dominante en la política y en la sociedad democráticas rechazó la violencia. Esta continuó, sin embargo, en los Estados del bloque soviético dominados por los partidos comunistas, aunque cambiara sus formas y manifestaciones, así como en las dos únicas dictaduras ultraderechistas surgidas con los fascismos antes de 1939, en Portugal y España, y que se perpetuaron durante las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. De 1967 a 1974, la persecución política, las cárceles, la tortura y los asesinatos formaron parte de la vida cotidiana en Grecia, durante el régimen de los Coroneles. Fueron las anomalías más importantes en la trayectoria histórica de Europa Occidental democrática y capitalista durante la segunda mitad del siglo XX.

La victoria de Stalin en la Segunda Guerra Mundial le proporcionó una oportunidad sin precedentes para imponer su visión del comunismo en los países vecinos.

Eso es lo que el autor narra en el capítulo séptimo, los caminos diferentes y escenarios de confrontación que vivieron los ocho países que componían ese amplio territorio al que se llamó Europa del Este, desde la ocupación por el Ejército Rojo en 1945 hasta las guerras de secesión de Yugoslavia.

Entre 1989 y 1991 el mundo contempló un acontecimiento extraordinario, la disolución pacífica de un gran poder multinacional. Pero quedaba Yugoslavia.

Julián Casanova finaliza el libro con una aproximación a cómo se recuerdan esos pasados fracturados desde el presente dividido. Las cicatrices visibles u ocultas que ha dejado ese siglo XX de violencia indómita.

Como no hay una única historia europea, sino múltiples historias que se superponen y entrecruzan una con otra, el autor ha intentado situar las principales manifestaciones de la violencia en un contexto transnacional y comparado. Tampoco hay una teoría general sobre la violencia, ni los casos específicos ayudan por sí solos a establecer lo que ha sido su principal propósito: descubrir y conceptualizar la lógica de la violencia a través de similitudes y diferencias entre los distintos episodios históricos.

Este es un libro sobre el siglo XX europeo, en el sentido más amplio, y no solo sobre Europa Occidental. La historia con mayúsculas de los “grandes personajes” -principalmente hombres blancos y cristianos- se cruza, encuentra y, a veces, choca con historias en minúsculas de la multitud, de hombres y mujeres anónimos. Como prueba de que la Historia nunca es una calle de una sola dirección. Y la forma de narrar que ha elegido el autor plasma también esa evolución, se vuelve más sombría conforme la violencia individual del atentado contra reyes y tiranos dio paso de forma definitiva a la de masas, a la eliminación de grupos definidos por la clase, la raza, la religión o la nación.

Las fuentes históricas siempre son fragmentarias, iluminan algunos aspectos y acontecimientos y dejan otros en la oscuridad. Esos últimos son precisamente los que los historiadores debemos buscar.

Lo que aparece en muchas ocasiones con la etiqueta de “histórico” se refiere más bien a tradiciones inventadas. Los pasados fracturados se recuerdan desde presentes divididos. Las memorias se cruzan y la historia europea compartida es matizada y bloqueada por las diferentes memorias nacionales.

Los recuerdos y conmemoraciones de pasados difíciles y violentos plantean enormes desafíos a los historiadores que intentamos diferenciar entre historia y memoria, entre conocimiento documentado y subjetividad.

Las memorias cambian con el tiempo, conforme la sociedad y la política evolucionan, y se transforman también sus maneras de difusión en los medios de comunicación.

Ya lo advertía Tzvetan Todorov hace más de dos décadas: hay una distinción “entre recuperación del pasado y su subsiguiente utilización”. El historiador no es un mago capaz de desvelar completamente el pasado, sino una guía que estimula a leer y pensar críticamente.

Por lo tanto, no hay una única historia europea, sino múltiples historias que se superponen y se entrecruzan unas con otras.

Hoy más que nunca es necesario el trabajo de los historiadores y marcar con una fijación extrema en nuestras mentes la siguiente frase:

“RECORDAR PARA NUNCA OLVIDAR”


martes, 5 de octubre de 2021

EL CONFLICTO ÁRABE-ISRAELÍ

La mayor parte de los países de Oriente Medio habían accedido a su independencia de los imperios europeos antes de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, una consecuencia del Holocausto judío en Europa, la creación del Estado de Israel, trastocó completamente la estabilidad de la zona alumbrando un conflicto que aún hoy sigue presente en la escena internacional.

LOS ORÍGENES DEL CONFLICTO ÁRABE-ISRAELÍ

Los antecedentes de este conflicto se remontan a finales del siglo XIX con el nacimiento del movimiento sionista. Theodor Herzl, el fundador del sionismo, ante las discriminaciones y persecuciones que sufría su pueblo en Europa, propugnó la vuelta de los judíos a Israel, su tierra original. Así, antes de la Primera Guerra Mundial, cuando este territorio era aún parte del Imperio Turco, grupos de judíos europeos empezaron a asentarse de forma pacífica. El Holocausto nazi cambió todo y precipitó el éxodo hebreo a una tierra que había estado poblada durante siglos por árabes palestinos. Tras la Segunda Guerra Mundial, en el mandato británico de Palestina, dos pueblos se enfrentaban por el control del territorio: un millón y cuarto de árabes palestinos y más de medio millón de judíos, venidos en su mayor parte de Europa y, como consecuencia, con un nivel tecnológico y económico más desarrollado.

Tras meses de sangrientos disturbios, la ONU acordó un Plan de Partición de Palestina el 29 de noviembre de 1947. El territorio de Palestina se dividiría en tres partes: un Estado judío, un Estado árabe y la ciudad de Jerusalén, bajo el control de la ONU.


EL DESARROLLO DEL CONFLICTO

Cuando concluyó el mandato de Inglaterra, el 14 de mayo de 1948, Ben Guiron, presidente de un gobierno provisional judío, proclamó el Estado de Israel; y un día después, la Liga Árabe atacó a los israelíes. Los dos Grandes coincidieron en el apoyo a los judíos, aunque por diferentes motivos; unido a ello, la heterogeneidad de las fuerzas de la Liga Árabe, y la unidad de mando y la posición central de los israelíes fueron factores decisivos en el desenlace de la guerra. A pesar de los primeros triunfos árabes, las tropas de Israel acabaron rechazando a las fuerzas de la Liga y ocupando una parte del territorio atribuido por la ONU a los árabes. De esta forma, cuando los Estados vecinos negociaron por separado el armisticio, y la línea de frente se convirtió en la nueva frontera, Israel había incrementado en un tercio su territorio, con la incorporación de Neguev, Galilea y la parte occidental de Cisjordania, mientras la zona árabe se repartía entre Egipto, que se quedó con la franja de Gaza, y Transjordania, que incorporó la Cisjordania no ocupada por Israel. No se planteó entonces la formación de un Estado palestino.

Durante la guerra y después de ella hubo un movimiento masivo de población en las dos direcciones. Pero mientras más de 800.000 palestinos quedaron instalados en campos de refugiados en los países árabes, la llegada de judíos (casi 700.000 entre 1948 y 1951) permitió aumentar la población de Israel y aportó la mano de obra necesaria para la explotación de las tierras abandonadas. La Ley de Retorno, aprobada en 1950, facilitó esa llegada al afirmar el derecho de todos los judíos del mundo a establecerse en Israel.

En Egipto, la responsabilidad de la derrota se atribuyó al rey Faruk, por lo que un grupo de “Oficiales Libres”, encabezado por Gamal Abdel Nasser, acabó con la monarquía en 1952. Años más tarde Nasser intentó construir la presa de Assuan, un gigantesco proyecto de remodelación del territorio que debía servir para electrificar una parte importante del país y poner en regadío miles de hectáreas. Como el Banco Mundial le negó la ayuda económica para esa obra, la fórmula que utilizó para financiarla fue la nacionalización del Canal de Suez, una vía de comunicación de importancia mundial que era propiedad de una compañía internacional cuyo capital controlaban los gobiernos de Francia e Inglaterra. En respuesta, ambos países llegaron a un acuerdo para realizar una demostración de fuerza que obligara a Nasser a cambiar de política, y buscaron la colaboración de Israel en ella.


La campaña de Suez comenzó con un ataque israelí, el 29 de octubre de 1956, que se detuvo a 15 kilómetros del Canal después de ocupar Gaza. El 5 de noviembre, los paracaidistas de Francia y Gran Bretaña ocuparon Port Said e iniciaron la ocupación del Canal. Pero la intervención de la ONU y de EEUU y la URSS impuso el cese de las hostilidades y la retirada de las tropas atacantes, con la excepción de Gaza que continuó bajo la ocupación de Israel; y una fuerza de interposición de Naciones Unidas, los cascos azules, se desplegó en la frontera del Sinaí para evitar nuevos enfrentamientos.

La lucha del pueblo palestino comenzó cuando, ante la incapacidad de los Estados árabes, algunos grupos armados decidieron continuar la lucha mediante acciones terroristas. En 1959 se celebró el primer congreso de un movimiento creado por Yaser Arafat entre los refugiados palestinos en Argelia, cuyo nombre Fatah es el acrónimo invertido de la expresión “ganar la guerra mediante la yihad”, o guerra santa. En 1964, a instancias de la Liga Árabe se reunió en Jerusalén una asamblea de personalidades palestinas que decidieron construir un aparato político, la Organización Para la Liberación de Palestina (OLP), integrada por una asamblea, el Consejo Nacional Palestino (CNP), un gobierno, una hacienda y un ejército, el Ejército de Liberación de Palestina (ELP).


La guerra de los Seis Días (del 5 al 10 de junio de 1967) fue una iniciativa de Israel, que veía con inquietud que Egipto se dotaba de una importante fuerza aérea gracias a la ayuda soviética, mientras Siria mantenía frecuentes choques fronterizos con las tropas israelíes y los palestinos habían comenzado a organizarse para la lucha. La retirada de los cascos azules devolvió a Egipto el control del Sinaí, mientras la ocupación de Charm el Cheik, la llave del Golfo de Akaba, permitía cerrarlo a la navegación israelí, a cuyos barcos se les prohibió también la circulación del Canal de Suez. Frente a esta actitud, Israel lanzó el 5 de junio un ataque preventivo en el que destruyó más de 400 aviones egipcios antes de que despegaran. Conseguido así el control del aire, las fuerzas acorazadas israelíes ocuparon Gaza, la Península del Sinaí y alcanzaron el Canal de Suez el cuarto día de la guerra. Una maniobra envolvente frente al ejército jordano, que había ocupado Jerusalén, sirvió a su vez para que las tropas de Israel se adueñaran de los puentes sobre el río Jordán. En la mañana del quinto día, esas mismas tropas atacaron y ocuparon los altos del Golán; al día siguiente rompieron las defensas sirias, y amenazaban Damasco cuando entró en vigor el alto el fuego ordenado por la ONU.

Esta vez, el armisticio dejó en manos de Israel lo que quedaba de la Península árabe: Cisjordania, Gaza y el Sinaí, además de los altos del Golán, con lo que ocupaba la totalidad del antiguo mandato británico.

La ocupación israelí contribuyó a la creación de una conciencia nacional del pueblo palestino, en parte sometido y en parte desterrado, pero dispuesto a reclamar la Palestina gobernada en su día por Gran Bretaña. El Consejo Nacional Palestino aprobó en julio de 1968 la Carta Nacional de Palestina. La Carta reivindicaba el derecho a la totalidad del territorio, declaraba nula la partición realizada en 1947, rechazaba la existencia del Estado de Israel y defendía la lucha armada contra él; y, por último, reconocía a los refugiados y a los nacidos en el exilio la ciudadanía palestina.

La promoción de Yaser Arafat a la presidencia de la OLP significó la radicalización de la resistencia. Al mismo tiempo, la presencia de las milicias de esta organización (los feddayin) en Jordania implicaba un riesgo para la estabilidad del régimen jordano, a la vez que encerraba el peligro de una respuesta de Israel a las eventuales acciones de los feddayin. Por eso, el rey Hussein de Jordania procedió a la expulsión de los palestinos. De esta forma, el problema se trasladó al Líbano, un Estado en el que un tercio de la población era cristiana y que estaba viviendo un conflicto interno entre las milicias armadas musulmanas y las cristianas, que se agravó con la llegada de los refugiados.

Mientras los palestinos buscaban nuevas bases desde las que atacar a Israel, Egipto y Siria se prepararon para una nueva guerra con un planteamiento estratégico distinto. Sería una guerra larga, y a diferencia de las anteriores debería mostrar la vulnerabilidad del ejército israelí, en lugar de pretender una solución militar inmediata. La URSS les había suministrado armas de la nueva generación, como misiles Mig-17, cazabombarderos supersónicos o radares, con los que se podía plantear el nuevo conflicto. Esta vez, la iniciativa fue de los países árabes, que aprovecharon la festividad del Yom Kippur, el 6 de octubre de 1973, para tratar de sorprender a Israel. Las divisiones egipcias cruzaron el canal de Suez, rompieron la línea de defensa y tomaron posiciones bajo la protección de sus misiles. Una semana después, dos mil tanques de cada lado libraron la mayor batalla entre fuerzas acorazadas desde la Segunda Guerra Mundial. Pero las tropas israelíes reaccionaron tanto en el frente egipcio, donde consiguieron cruzar el Canal, como en el sirio, donde la ocupación del Monte Hermón les abrió el camino hacia Damasco. Un nuevo armisticio dejó las líneas de demarcación donde estaban con anterioridad.

El resultado de la guerra, a pesar de la mayor capacidad que habían mostrado los ejércitos árabes, cambió radicalmente los términos del problema palestino. Egipto abandonó la lucha armada y buscó, a través del acercamiento a Estados Unidos, el repliegue israelí y el envío de cascos azules antes de abrir el paso del canal de Suez. Por su parte, la Organización de Países Productores de Petróleo (OPEP), dominada por los países árabes, decidió convertir al petróleo en un arma de guerra contra los países occidentales que apoyaban a Israel.

En el otoño de 1974, la cumbre de la Liga Árabe celebrada en Rabat reconoció a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) como la única representación del pueblo palestino. Su líder, Arafat, fue recibido con ovaciones en la ONU, y la OLP adquirió el carácter de observador ante ese organismo. La resolución 338 de Naciones Unidas exigió a Israel la evacuación de los territorios ocupados, y acordó que Cisjordania pasaría a manos de la OLP, y no de Jordania. Por último, en 1978, el presidente estadounidense Jimmy Carter reunió en su residencia de Camp David a los máximos dirigentes de Egipto e Israel, Sadat y Begin, que acabaron firmando un tratado de paz por el que se devolvía la Península del Sinaí a Egipto a cambio de la apertura del canal de Suez a la navegación israelí.

 

Tras la guerra del Yom Kippur, el centro de gravedad de la lucha contra Israel se había trasladado al Líbano, donde la coexistencia entre musulmanes y cristianos, regulada por un pacto nacional aprobado en 1943 y que con el tiempo ya no respondía a la situación de ambos grupos, se hizo más difícil por la presencia de los feddayin. El conflicto degeneró en una guerra civil, en la que tomaron parte los palestinos. La intervención de Siria, en 1976, no sirvió para conseguir la paz; y una intervención posterior de Israel, en 1978, en apoyo de las milicias cristianas, provocó el envío de los cascos azules de la ONU, que separaron las distintas milicias. Una nueva intervención de Israel, en 1982, impuso la expulsión de los combatientes palestinos y el traslado de las oficinas de la OLP a Túnez, al tiempo que permitía una masacre perpetrada por las Falanges cristianas en los campos de refugiados de Sabrá y Chatila, de la que se hizo responsable al ministro de Defensa israelí, Ariel Sharon. Por fin, sólo en 1990 se pudo formar un gobierno nacional en el Líbano, que disolvió las milicias de las dos comunidades religiosas, mientras que la retirada israelí del sur del país no tuvo lugar hasta el año 2000.

Pero ni la ocupación de territorios ni la expulsión de los feddayin de Jordania o el Líbano acabaron con el problema palestino. Cuando en 1983 Estados Unidos negó el visado a Yaser Arafat para asistir a la Asamblea de las Naciones Unidas, la ONU celebró una sesión en Ginebra para que pudiera acudir el líder palestino y actualizó en ella el contenido de las decisiones anteriores: en concreto, la condena de los asentamientos israelíes en los territorios ocupados, la reiteración de los derechos del pueblo palestino y la defensa de la necesidad de una conferencia de paz en la que la OLP participase en términos de igualdad con Israel. Pero la falta de respuesta por parte del gobierno de Tel Aviv determinó un cambio en la estrategia palestina a favor de la lucha cotidiana y callejera, aunque sin armas de fuego, iniciada en 1987 por jóvenes de los territorios ocupados (intifada).

La Primera Intifada (1987-1993) fue un conflicto desarrollado por los árabes palestinos, que terminó en los Acuerdos de Oslo I y II (1993-1995) entre Israel y la OLP, dirigida por Yaser Arafat, con el conocimiento de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) sobre los territorios ocupados por Israel en Gaza y Cisjordania.

Aunque la Declaración de Independencia de Palestina, un año después, incluyó el reconocimiento del Estado de Israel, junto a la proclamación del Estado palestino, y la renuncia al terrorismo, tampoco esta propuesta tuvo ningún eco en aquel país. Solo la presión de los Estados occidentales permitió un acercamiento entre los contendientes, cuyos resultados se harían visibles, ya en la década de 1990, en la Conferencia de Madrid de 1991 y los Acuerdos de Oslo (1993).

DESENLACE DEL CONFLICTO

Los Acuerdos de Oslo de 1993 fueron ratificados en Washington por Arafat y el primer ministro laborista israelí Isaac Rabin. Se creaba en ellos una Autoridad Palestina interina para el gobierno de Cisjordania y Gaza durante un periodo de cinco años, a lo largo de los cuales ambas partes se pondrían de acuerdo sobre las principales cuestiones en litigio, como el estatuto de Jerusalén, la situación de los refugiados palestinos o las fronteras definitivas entre los dos Estados.

En 1995, Los Acuerdos de Oslo II definieron con mayor precisión el régimen de autonomía de Cisjordania. El territorio cisjordano se dividió en tres partes: en la primera, compuesta por las ocho principales ciudades, la Autoridad Nacional Palestina se haría cargo del orden público y los negocios civiles; en la segunda, formada por 450 pueblos y campos de refugiados, el control estaría compartido entre israelíes, que se reservaban la autoridad necesaria para proteger la seguridad de sus ciudadanos, y palestinos; mientras que la tercera, que incluía las 140 colonias judías y los cuarteles israelíes y suponía el 70% del territorio, quedaba bajo el pleno control de Israel. Los Acuerdos preveían también la celebración de elecciones para el Consejo de la Autonomía Palestina y el presidente de la Autoridad ejecutiva, y fijaban de nuevo la fecha de 1999 para la conclusión de las negociaciones sobre los problemas aún pendientes.

Pero el proceso de paz tropezó pronto con dificultades. En Israel, el primer ministro Rabin fue víctima de un atentado, y las siguientes elecciones dieron el triunfo al Likud, cuyo líder Benjamín Netanyahu manifestó enseguida su resistencia a cumplir lo pactado. En los territorios palestinos, la victoria de Arafat y su partido, Al-Fatah, en las elecciones no impidió que se manifestara la oposición de algunas organizaciones -tanto islámicas, en especial Hamás, como laicas, entre ellas el Frente Popular de Liberación Palestina- ante los escasos resultados de la negociación. Pese a ello, después de la victoria de los laboristas en las elecciones israelitas del año 2000 se reanudaron las negociaciones en Camp David. Pero esta nueva ronda acabó con un claro fracaso: no se llegó a un acuerdo sobre el estatuto de Jerusalén, y en particular sobre los lugares sagrados para ambas religiones (el Muro de las Lamentaciones, la Explanada de las Mezquitas), ni se resolvió el problema de los refugiados palestinos, cuyo derecho de retorno, defendido por Arafat, fue rechazado por Israel.

La visita del militar y político del Likud, Ariel Sharon, responsable de las matanzas en los campos de refugiados palestinos de Sabrá y Chatila en 1982, a la Explanada de las Mezquitas el 28 de septiembre de 2000 acabó con todas las esperanzas en una solución pacífica de las diferencias. Considerada una provocación por los musulmanes, la respuesta fue una segunda Intifada y, frente a ella la invasión de territorios palestinos por el ejército y la policía israelí. Instalado en el poder tras ganar las elecciones de 2001, Sharon trató de acorralar a Arafat, que quedó recluido en sus oficinas de Ramala, al tiempo que los grupos palestinos radicales iniciaban una oleada de atentados suicidas en centros urbanos y zonas comerciales de Israel.

En 2003, una nueva intervención de la comunidad Internacional, que propuso un plan de paz apoyado por Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea, Rusia y Naciones Unidas (la llamada “Hoja de Ruta”) y aceptado inicialmente tanto por el gobierno israelí como por el nuevo gobierno palestino de Abu Mazen, hizo renacer las esperanzas en una solución pacífica del conflicto. De hecho, se consiguió que los contendientes, incluidas las organizaciones palestinas radicales, admitieran una tregua de tres meses, destinada a restablecer la confianza entre las partes. Pero en el mes de agosto de ese mismo año, tras una nueva espiral de atentados suicidas y represalias del ejército israelí, tanto Hamás como la Yihad Islámica rompieron la tregua. La construcción de un muro de separación entre árabes y palestinos, promovido por Sharon a pesar de la oposición de Naciones Unidas; los asesinatos de líderes palestinos radicales por las tropas israelíes, el más grave de los cuales afectó en 2004 al jeque Ahmed Yassin, fundador de Hamás; y las respuestas de los grupos terroristas palestinos, en muchas ocasiones en forma de atentados indiscriminados, ponían de manifiesto las dificultades para alcanzar una paz duradera.

Ahora bien, tras el fallecimiento de Yaser Arafat, en un hospital de París en noviembre de 2004 víctima de una misteriosa enfermedad, el clima político volvió a cambiar. En febrero de 2005, el nuevo presidente de la Autoridad palestina, Abu Mazen, y el primer ministro israelí, Ariel Sharon, anunciaron el final de la Intifada y de las operaciones militares de Israel contra los asentamientos palestinos. La intervención de Estados Unidos y las presiones de la Unión Europea parecen haber desempeñado un papel decisivo en el cambio de actitud que abre de nuevo las esperanzas de paz en la zona.

Entre los años 2000 y 2006 tuvo lugar la Segunda Intifada, un nuevo conflicto dirigido por Fatah, la organización terrorista Hamás y otros grupos de la OLP contra las fuerzas armadas de Israel en la Franja de Gaza, que terminó con la retirada unilateral de Israel de este territorio; sin embargo, el conflicto no llegó a solucionarse del todo y, desde 2008, la Franja de Gaza es protagonista de diferentes operaciones militares encabezadas por Israel. El Estado de Palestina, proclamado en 1988, fue reconocido oficialmente por la ONU en 2012. Recientemente, en el marco de la guerra civil de Siria, tuvieron lugar enfrentamientos entre israelíes y sirios en los Altos del Golán.


sábado, 2 de octubre de 2021

PÁGINAS WEBS ESPECÍFICAS CREADAS PARA LA MATERIA DE GEOGRAFÍA E HISTORIA EN 4º ESO

 En el curso académico 2020/2021, además de impartir clase en 1º de la ESO como ya comenté en la entrada anterior, también di clase en 4º de la ESO.

Para este nivel elaboré dos páginas webs: una sobre el siglo XIX español y otra sobre las grandes crisis económicas contemporáneas. Esta última sirvió de hilo conductor para un proyecto conjunto con la materia de economía en este nivel.

Os dejo las dos páginas webs por si os pueden ser de utilidad (pinchad en las imágenes y os llevarán a las webs).

EL SIGLO XIX ESPAÑOL


LAS CRISIS ECONÓMICAS CONTEMPORÁNEAS





viernes, 8 de mayo de 2020

75 ANIVERSARIO DEL FINAL DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Lo que no acabó el 8 de mayo de 1945

La capitulación de Alemania, hace ahora 75 años, no significó el final del sufrimiento de los civiles en Europa, ni del conflicto.

Residentes berlineses pasean entre las ruinas de la ciudad alemana, tras ser tomada por el Ejército Rojo, en mayo de 1945.


El 8 de mayo de 1945, hace ahora 75 años, terminó la Segunda Guerra Mundial en Europa con la entrada en vigor de la rendición incondicional de Alemania. Sin embargo, esto no significó el final del sufrimiento en el continente para millones de civiles, ni siquiera el final de la guerra, que continuó en Asia hasta agosto y en varios países europeos, donde se combatió hasta casi los años cincuenta. El Día de la Victoria empezó la reconstrucción de un continente devastado por el mayor conflicto de su historia, pero la paz todavía era un objetivo lejano. “Europa entera vivió durante décadas bajo la alargada sombra de los dictadores y las guerras de su pasado inmediato”, escribió el historiador británico Tony Judt en su clásico Postguerra (Taurus).

El Viejo Continente se convirtió en el escenario de un nuevo tipo de conflicto, la Guerra Fría, que se saldaría con la condena a vivir en dictaduras del socialismo real para millones de ciudadanos de Europa del Este y con guerras civiles en Grecia o Yugoslavia. La inmensa mayoría de los europeos vivían en la pobreza extrema, entre las ruinas y el hambre constante, mientras se producían oleadas de refugiados. “Todos y todo, con la notable excepción de las bien alimentadas fuerzas de ocupación aliadas, parecían acabados, sin recursos, exhaustos”, explica Judt. Los antiguos nazis trataban de escabullirse, mientras los supervivientes del Holocausto encontraban muy pocos lugares seguros en los que refugiarse. En gran parte del continente se produjeron episodios de violencia aunque la mayoría de los combates habían finalizado. Algo que no ocurrió en Asia, el otro gran frente de la Segunda Guerra Mundial.

Los combates en el Pacífico

Ni la destrucción de Alemania, ni el suicidio de Hitler, ni el derrumbe del Tercer Reich, ni el sufrimiento atroz para millones de personas, llevaron al Japón imperial a rendirse. “Al día siguiente de la rendición incondicional de Alemania, Japón anunció desafiante al mundo su voluntad de seguir luchando”, escribe Max Hastings en Némesis (Crítica), el ensayo en el que este gran historiador de la Segunda Guerra Mundial analiza la derrota de Japón en 1945. Los B-29 estadounidenses llevaban meses portando muerte y destrucción al corazón de Japón en forma de bombardeos masivos –una cuarta parte de Tokio fue destruida en la noche del 9 al 10 de marzo con bombas incendiarias–, pero la derrota parecía lejana. Una invasión terrestre del archipiélago era demasiado costosa y existía el peligro de que Rusia se adelantase, por lo que Estados Unidos ya había tomado la decisión de utilizar la bomba atómica, primero contra Hiroshima (6 de agosto) y luego contra Nagasaki (9 de agosto). Para muchos historiadores, aquellas nuevas armas no significaron solo el final de la Segunda Guerra Mundial, sino el principio de la Guerra Fría, que ya había empezado en Europa incluso antes de la rendición de Alemania.

La Guerra Fría

Los Aliados se dividieron Europa en cuatro conferencias: Teherán, Yalta, Potsdam y la menos conocida de Moscú, en la que, sin la presencia del presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, Josif Stalin y Winston Churchill decidieron el destino de los Balcanes en un trozo de papel garabateado. La desconfianza había marcado toda la fase final del conflicto y cada vez estaba más claro que una parte del continente iba a quedar sometida a la URSS en lo que el historiador Keith Lowe llama “la subyugación del este de Europa” en Continente salvaje (Galaxia Gutenberg). “La toma del este de Europa por el comunismo no fue un proceso pacífico”, explica Lowe, quien señala que los combates continuaron en Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Letonia, Estonia y Polonia, esta vez contra los partisanos. “Los partidos comunistas adoptaron una estrategia de presión encubierta, seguida de otra de terror y represión”, escribe Tony Judt. Incluso países como Checoslovaquia, donde el Partido Comunista apenas había logrado un 10% de los votos antes de la guerra, estaban sentenciados. Alemania quedó rápidamente rota. Solo con la caída del Muro de Berlín, en 1989, aquellos millones de europeos del Este recuperarían la libertad.

La expulsión de los alemanes

Desde el final de la Primera Guerra Mundial, los países de Europa del Este habían sido una mezcla de culturas, lenguas y pueblos. En 1945, ese crisol se terminó de manera brutal en la mayoría de aquellos Estados, sobre todo con la expulsión masiva de los alemanes étnicos, uno de los grandes dramas del conflicto y, a la vez, el menos conocido. Los alemanes pasaron de ser los verdugos, porque su apoyo masivo al nazismo fue indiscutible hasta el final, a ser las víctimas, sobre todo las mujeres que padecieron las violaciones masivas de los soldados soviéticos.

La firma de la rendición alemana, en Berlín, el 8 de mayo de 1945.

El éxodo de los alemanes étnicos representó la mayor oleada de refugiados de la guerra. “Las estadísticas relacionadas con la expulsión de los alemanes entre 1945 y 1949 superan la imaginación”, escribe Keith Lowe. “La mayor cantidad de ellos proceden de las tierras que se incorporaron a la nueva Polonia: casi siete millones. Otros tres millones fueron expulsados de Checoslovaquia y más de 1,8 millones de otras tierras”. Llegaban a un país en el que no habían estado nunca, arrasado no solo física sino también moralmente (solo en Berlín, el 75% de los edificios había sufrido daños). Cientos de miles murieron por el camino.

Un continente de refugiados

Mientras llegaban oleadas y oleadas de alemanes, a su vez millones de personas trataban de regresar a sus países desde las ruinas del Tercer Reich. Solo en Alemania estaban varados ocho millones de trabajadores esclavos de toda Europa, que querían volver sin recursos en medio del caos. Uno de ellos era el padre del escritor holandés Ian Buruma, que cuenta su retorno en Año cero. Historia de 1945 (Pasado&Presente). Llegó tan hambriento y deteriorado a Holanda, explica Buruma, “que seis meses después, aún era visible en él la hinchazón de la hidropesía causada por la falta de alimentos”. Sin embargo, muchos otros refugiados no tenían un lugar al que volver, sobre todo los judíos, las principales víctimas del horror nazi.

“Los judíos de todas las nacionalidades descubrirían que el fin del dominio alemán no significaba el fin de la persecución. Ni mucho menos. Pese a todo lo que habían sufrido los judíos, el antisemitismo aumentaría al final de la guerra”, argumenta Lowe. Polonia era un lugar especialmente peligroso, donde los pogromos fueron frecuentes, el peor de ellos en Kielce, el 4 de julio de 1946. “El regreso de los judíos al este nunca se consideró siquiera, ya que nadie en la URSS, Polonia ni ningún otro lugar mostraba el más mínimo interés en su regreso. Tampoco los judíos fueron especialmente bienvenidos en el oeste”, explica por su parte Tony Judt.

El final de la Segunda Guerra Mundial también representó el principio de la construcción europea. Los países vencedores habían aprendido del error del Tratado de Versalles y comprendieron que solo una Europa unida, que incluyese a Alemania, podría evitar un tercer conflicto mundial. Sobre las ruinas de Europa, en aquel desolador y a la vez esperanzador año 1945, se empezó a construir el futuro.

Este artículo lo ha escrito el periodista Guillermo Altares en el diario El País en su sección de cultura/historia el 08/05/2020 .
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