lunes, 3 de agosto de 2020
jueves, 2 de julio de 2020
¿Y SI FUERA ELLA?
Ana
Pérez
“Parece
retrasada”, esa frase, que había escuchado cientos de veces en
mi infancia cuando me cruzaba con niños y niñas de mi edad y aun otras personas
no tan pequeñas, era un mantra que todavía hoy no se me ha quitado de la
cabeza. Cuando era una niña, mis padres notaron que algo no iba bien en mi
lenguaje, por lo tanto, empezaron a llevarme a un prestigioso logopeda para que
me enseñara a pronunciar bien las palabras. Ellos creían que mi timidez hacía
que dudase de mis facultades, pero pronto se dieron cuenta de que no era sólo
un problema de timidez. En el cole,
me sentía el bicho raro de la clase porque, mientras mis compañeros pintaban,
coloreaban, escribían o jugaban, yo me aburría y me ponía a contar musarañas
hasta que la profesora venía a mi pupitre y me pillaba en plena ensoñación.
Cuando me preguntaba qué estaba haciendo, yo le contestaba que estaba contando
los planetas del universo. Entonces, ella se exasperaba porque no lograba
entender por qué no me juntaba con mis compañeros y hacía como ellos las tareas
encomendadas. La verdad es que mi clase era un poco rollo, así lo sentía, ya
que nos pasábamos todo el día haciendo cosas tan banales como pintar o dibujar.
¡Ni que fuéramos Rembrandt o Picasso!
Cuando
comencé la Educación Primaria me fui encerrando cada vez más en mi misma porque
el resto de compañeros se reían de mí, ya que no era guay para ellos. Mis padres, muy preocupados por mi aislamiento
social, me llevaron, esta vez, a la consulta de un psicólogo charlatán, al que
lo único que le interesaba era el dinero que le dejaban mis progenitores en
cada sesión. Me preguntaba cosas banales, me enseñaba diferentes formas
extrañas en cartulinas y decía que necesitaba más sesiones para sacar un
diagnóstico concluyente. Después de más de cuarenta sesiones, llegó a la
conclusión de que no me pasaba nada más allá de las cosas típicas de la edad de
una niña de siete años. Ahí pensé que los charlatanes sabelotodo no estaban sólo
en las tertulias televisivas sino también en las consultas médicas.
Fueron
transcurriendo los cursos de Educación Primaria sin mejorar mis relaciones
sociales, aunque académicamente sacaba notas brillantes sin demasiado esfuerzo,
puesto que los ejercicios que nos proponían eran muy sencillos para mí. En
casa, en vez de leer las lecturas complementarias del cole, devoraba las obras de Edgar Allan Poe, la Historia
Interminable y las novelas de Charles Dickens. En el último curso de la
Educación Primaria llegó un nuevo compañero, se llamaba José, y al ser el
último en incorporarse tuvo que sentarse en el pupitre que estaba al lado del
mío. Este hecho me provocó una gran desazón pues estaba acostumbrada a mi
confortable soledad y los cambios de rutinas me causaban una gran inquietud.
José
resultó ser un estupendo compañero de pupitre, que acabó convirtiéndose en mi
primer amigo. Él era diferente a los demás porque sabía cómo captar mi
atención. Me decía las cosas claras y sin dobles sentidos, respetaba mis
rutinas y espacios, además de ayudarme a entender el comportamiento del resto
de la clase. Se había convertido en mi amigo del alma. Un día, en un ataque de
sinceridad, le pregunté: “¿Cómo es que has dado con la forma de tratarme en
la que yo pueda interactuar contigo?”, a lo que él me respondió: “muy
fácil, tú eres como mi hermana Clara que tiene el Síndrome de Asperger,
entonces te trato como si fueras ella”.
Al
llegar a casa ese día les dije a mis padres lo que me había dicho mi amigo José
sobre su hermana y el síndrome de Asperger.
A ambos se les iluminó la cara de felicidad porque al fin veían una pequeña luz
al final del túnel de incomprensión social que su hija había sufrido todos
estos años. De todas formas, el camino no fue fácil ya que al año siguiente
empecé la Educación Secundaria en un nuevo centro con nuevos compañeros y sin mi
amigo José, que se tuvo que marchar a vivir con sus padres a Hong Kong, debido
a que su padre ocupaba un puesto directivo en una gran multinacional y lo
habían enviado para organizar la nueva sede recién inaugurada de ese lugar.
La
marcha de José, el cambio de centro y el nuevo tratamiento para mi síndrome me
ocasionaron muchos problemas de conducta, que tardaron algunos años en
controlarse. Mis nuevos compañeros eran más crueles que los que había tenido en
primaria, aquel “parece retrasada”, que tanto me decían, se convirtió en esta chica es “la
loca de la colina”. Las burlas hacia mi fueron incesantes, lo que provocó
que me volviera a encerrar en mí misma y centrara toda mi atención en el
estudio. Esto hizo que acabase la Educación Secundaria y el Bachillerato con
matrícula de honor y una mención especial en matemáticas. ¡Me encantan las
matemáticas! Tanto es así, que gané la beca América de estudios
superiores de matemáticas en el MIT de Massachusetts. El mucho sufrimiento, que
tuviera durante esos años, se compensaba ahora con la emoción de tener la
oportunidad de aprender matemáticas con los mejores matemáticos en Estados
Unidos, pero mi alegría fue fugaz porque mis padres no estaban muy convencidos
de la idea, ya que yo seguía una rutina muy rígida todos los días y no creían
que fuera capaz de lograrlo sola. Finalmente, tras muchas discusiones,
decidieron dejarme ir con la condición de que uno de los dos siempre estaría a
mi lado. Acepté y acto seguido me fui a comprar los billetes de avión, sólo los
de ida.
El
primer mes fue frenético, todo era nuevo y emocionante. El país, la universidad
y ¡hasta los compañeros! Muchos eran muy frikis
de las matemáticas y eso me gustaba. Los primeros tres meses me acompañó mi
madre en el pequeño apartamento proporcionado por la universidad y todo me
resultó mucho más sencillo.
Un
día en la clase de álgebra vi a un chico que me recordaba a José, mi amigo de
la infancia, pero no podía ser él porque esto no era Hong Kong. Al finalizar la
clase, vi cómo ese chico esperaba a que saliese yo con una sonrisa profident en el rostro y al verme gritó:
¡Ana! ¡Mi amiga del alma, nos volvemos a encontrar! Acto seguido me preguntó si
podía darme un abrazo y fui yo quien se abalanzó sobre él. La alegría que
sentía era inmensa y lo invité a comer en el apartamento que compartía con mi
madre. Allí nos pusimos al día y supe que hacía tres años que residía en los
Estados Unidos porque a su padre lo habían vuelto a trasladar, esta vez a Nueva
York, él había acabado sus estudios secundarios en un High School de Manhattan
y había sido admitido en el MIT para realizar la carrera de matemáticas ¡Qué
casualidad! Compartiría con él mi estancia en el MIT.
Cada
vez me sentía más integrada en la vida americana y fui socializando con la
gente poco a poco, que sabía cómo dirigirse a mí, gracias en gran parte a la
labor realizada por José, que se ocupaba de advertir a quienes me conocían de
mis rutinas, y yo ya no me sentía aquel bicho
raro de épocas pasadas.
Tal
fue mi adaptación que, después de un año de estancia en Estados Unidos, mis
padres dejaron de quedarse conmigo en el pequeño apartamento del campus porque
vieron que ya podía defenderme yo sola. Esto supuso una gran victoria en cuanto
a mi desarrollo personal frente al síndrome.
Al
finalizar los estudios en el MIT, nos ofrecieron trabajo a José y a mí en la
misma gran empresa tecnológica, decimos aceptarlo y trasladarnos al Estado de
California, en concreto a San Francisco. Nuestra relación se fue estrechando
con los años y en California ya compartíamos piso; yo sentía algo extraño por
él, una fuerte atracción, que nunca antes había experimentado. Un día él me
aclaró lo que me pasaba. Y me propuso que fuéramos novios, lo que me pareció una
idea estupenda.
Al
cabo de tres años éramos padres de una preciosa niña, Chloé. Y aquel lejano
comentario de “parece retrasada”,
que había sufrido a lo largo de los años, parecía desvanecerse a pasos
agigantados y ahora sólo podía pensar en lo afortunada que era al haber formado
una familia tan especial. Entonces, recordé aquella frase tan bonita que me
dijo José en primaria: ¿Y si fueras ella?
miércoles, 10 de junio de 2020
A LOS PIES DE LA PULCRA LEONINA
El tiempo parecía
haberse detenido, al cabo de varias semanas de confinamiento por una alerta
sanitaria de nivel Delf con 1, se iba vislumbrando el final, para Pepita y
Juanito era un halo de esperanza para volverse a ver. Esta joven pareja se iba
a casar en el verano del año 2020 en la Pulcra Leonina, pero todo parecía
torcérseles para que no fuera así. Cuando el Gobierno relajó las medidas del
Estado de Alarma quedaron para verse al lado de las letras de la catedral:
-
¡Al
fin te puedo abrazar y besar, ratoncita!
-
¡Ni
se te ocurra! Recuerda que podemos vernos con medidas de distanciamiento
social, es decir, lejos de mi ¡2 metros! Aunque siempre serás mi pulpito
preferido.
-
¡Oh
dios!, cielo, no hay nadie, podemos hacernos unos arrumacos sin que nadie nos
vea ¡son muchos meses sin tener contacto!
-
¡De
eso nada! Y no olvides lo que nos comentó el padre Fulgencio en la última clase
on-line del curso prematrimonial ¡evitad caer en la tentación antes de la boda!
La carne es débil pero nuestro señor es omnipresente y él sí que nos ve,
pulpito.
-
No
somos pecadores ratoncita pero querernos es fundamental para que podamos
casarnos ¡sí es que el santísimo y el virus nos lo permiten! Necesitamos estar
fuertes y unidos lo seremos más. Un besito ¿vale?
-
¡Qué
no! El virus se transmite por el aire y la saliva, además tú no te lavas los
dientes y a saber qué has engendrado en tu boca durante estos últimos meses. No
seas pesado y vamos a pasear y hablar sobre nuestra futura boda, pulpito.
-
Si
no fuera porque estoy loco por ti, ratoncita, te mandaría a freír espárragos
trigueros. ¿Qué tenemos que hablar de la boda?
-
Si
se va a celebrar y, en caso afirmativo, cómo.
-
¡Sí
ya tenemos la fecha fijada desde hace un año! ¡cómo no se va a celebrar!
Definitivamente, el encierro te ha vuelto más loca de lo normal.
-
¿Cómo?
¿Loca, yo?, pero tú eres un inconsciente, no has visto en las noticias que no
permiten concentraciones multitudinarias, los bares, restaurantes y hoteles
están cerrados. No sé dónde vamos a meter a todos nuestros invitados, pero como
estoy loca, a lo mejor has ideado algo en Saturno.
-
No
tenemos tantos invitados, sólo son 600, y ya hemos reducido a la mitad, menos
me niego.
-
De
los cuales 570 no conocemos pero que invitamos porque en alguna ocasión de tu
“exitosa” vida, jugaste con ellos al fútbol, somos la ONG de la tierra cazurra.
-
No
te enfades, amor, pero recuerda que salí maravillado de la boda de Sergio Ramos
el año pasado y nosotros no vamos a ser menos.
-
Ya,
cariño, pero a aquella boda solo le faltó que llevaran al burro de chiquetete….
No sería mejor una boda familiar, con tu familia, la mía, un poco de cecina y
mucho amor… mover el día para una fecha un poco más alejada y ser felices, ¿Qué
me dices?
-
¡Un
virus no puede cambiar los acuerdos que teníamos! Si no quieres casarte conmigo
dímelo pero no pongas de excusa la situación excepcional en la que vivimos, ya
que se puede retrasar todo pero con los mismos invitados.
-
Hoy
estás bastante irascible, será mejor que lo sigamos discutiendo la semana que
viene porque se nos ha pasado la hora que nos dejan pasear.
-
Y
¿ya está? ¿asunto zanjado? Pues no me parece bien. Así que posponemos la boda
sine díe.
-
Eso
es una decisión unilateral que no acepto.
-
Me
da igual, tú no tienes en consideración mi punto de vista ¡Qué te den morcilla!
Lagarta, sólo quieres mi cuenta corriente.
-
Y
tú mi cuerpo, enfermo que eres un enfermo….
Y así terminó una bonita historia de amor
que el confinamiento rompió en mil pedazos…. C´est la vie.
miércoles, 3 de junio de 2020
EN LA COLA DEL SUPERMERCADO
Una mañana del mes
de abril, guardando la cola para acceder al supermercado de al lado de casa, vi
una carrera de motos entre los hermanos picatoste, uno acababa de salir del reformatorio
y al otro le buscaba la policía por tráfico de drogas. Su pista era la
carretera principal que dejaban tras de si en menos de lo que canta un gallo.
Charli, el que había estado internado en el reformatorio, decía a su hermano
Jesús Andrés “eres más gallina que Carlos Sáinz cuando se le estropea el
motor del coche a pocos metros de llegar a la meta” a lo que Jesús Andrés
respondía “y tú un trastornado que va por la vida como un pollo sin cabeza”.
Tras este intercambio dialéctico comenzaba la carrera que duraba 10 minutos, y al
acabar eran recibidos por la Merchi y la Trini, sus hermanas, dándoles a cada
uno una cerveza, ya que habían aprovechado la confusión de la carrera para
saltarse la cola del supermercado y hacer la compra antes que todos los
pringados que estaban en ella.
ESTILO PASOTA O
MACARRA
Tronco, yo estaba
en la cola del super para coger manduca y veo a nuestros colegas, los
picatostes, en sus Harleys. Flipa tío, se montaron una carrera de Harleys a
tope con su chasis por el pueblo y antes los muy cabrones se cascaron todo tipo
de mierda. Charli le decía a su hermano Jesús Andrés algo así como “eres más
gallina que un poli delante de un laboratorio de meta” y Jesús Andrés le
contestaba “y tú un pendejo de culo estrecho”. Tras esta verborrea daban
todo en la pista durante aproximadamente unos 10 minutos y, luego, ahí estaban
los pibones de sus hermanas, la Merchi y la Trini con birras fresquitas para
sus gueys tras haberse fumado la cola del súper con triquiñuelas propias de las
mamacitas más intrépidas.
ESTILO CURSI,
RELAMIDO U HORTERA
Una mañana soleada
y hermosa del mes de abril, me encontraba guardando una escrupulosa cola para
acceder al supermercado respetando la distancia de seguridad entre personas,
cuando un ruido ensordecedor nos enturbió la agradable escena. En el horizonte
aparecieron dos individuos de extraño pelaje subidos a dos motocicletas de
corte imperial. Parecían sacados de una película de Paco Martínez Soria. De
repente, empezaron a gritarse frases grotescas, uno decía al otro “Eres una
miserable gallina barriobajera” y el otro le contestaba “y tú un huevón
malcriado”. ¡Qué horror! ¡Qué mal educados! Ni siquiera repararon en que
había niños presentes. Tras ese diálogo tremebundo comenzaron una carrera que
duró unos 10 minutos y, lo peor de todo, es que regresaron a mi posición. Allí
les esperaban unas mujeres de pelos aceitosos y despeinados con unas cervezas
frías que acababan de comprar en el supermercado. Antes se habían impuesto por
la fuerza en la cola y como ciudadanos civilizados tuvimos que dejarlas pasar
para que no hubiera un altercado mayor que luego tuviésemos que lamentar.
miércoles, 27 de mayo de 2020
LA CHICA DEL VAGÓN NÚMERO 7
NARRADOR
OMNISCIENTE
Era una tarde
calurosa de verano en la estación de tren María Zambrano de Málaga, el bullicio
de los turistas era ensordecedor, especialmente el de los pasajeros del tren
con destino Madrid. En el vagón número siete no cabía un alfiler, iba lleno de
personas de todas las razas y profesiones. En las primeras filas se sentaron
dos familias indias con sus bebés, después un grupo de adolescentes ruidosos y
alegres, por lo que parecía su primer viaje de amigos sin padres a la vista, no
faltaban los hombres y mujeres de negocios trajeados, un médico que repasaba el
discurso que daría en ese congreso médico tan importante que no se podía perder,
la escritora bohemia junto a su amiga embarazada y el típico señor mayor
cascarrabias que se quejaba de la ausencia del aire acondicionado.
El tren salió
puntual a las 7 de la tarde rumbo a la capital del reino. Tras la primera
parada en Antequera, sobre las 7:30, cogió velocidad crucero siendo, en
ocasiones, más rápido que el viento. De repente, se empezaron a oír murmullos
de gente preocupada en ese vagón número 7. Algo no iba bien, la escritora había
llamado al personal de cabina del tren porque su amiga embarazada había
empezado con los dolores y las contracciones típicas del parto, “¡1 mes
antes de la fecha prevista!” Gritaba como si un espíritu maligno se hubiera
apoderado de ella. Hubo unos momentos de caos porque el tren estaba en medio de
la nada y no podía parar para llevarla a un hospital, pero por fortuna, sí que
había un médico a bordo. El doctor se abrió paso entre el resto de pasajeros y
llegó al asiento de la mujer embarazada. Se presentó como el doctor Quirón
especialista del aparato digestivo, pero reconvertido temporalmente en el
obstetra que le ayudaría a traer al mundo a su bebé. El parto se desarrolló sin
incidencias y nació Lucas, un bebé perfectamente sano con muchas ganas de
llorar. El vagón número 7 rompió en aplausos y enhorabuenas a la madre, al bebé
y al obstetra por accidente.
La madre, el niño
y su amiga escritora fueron recogidas por una ambulancia en la Estación de
Atocha de Madrid y llevadas al Hospital de la Paz donde la madre y el bebé
fueron examinados para comprobar que estaban en perfecto estado de salud.
NARRADOR
PROTAGONISTA
Había pasado unos
días del mes de julio en casa de Corintia, mi amiga escritora de novela negra
que estaba rompiendo el mercado editorial español con sus novelas sobre los
narcos de la costa del sol malagueña. Habíamos decidido que me acompañaría de
vuelta a Madrid en el AVE desde la estación de tren María Zambrano de Málaga,
ya que yo parecía un balón Nivea de playa que en cualquier momento podía salir
disparado. Lucas, mi futuro bebé, estaba entrenando para ser futbolista y no
dejaba de dar patadas a ese balón de playa que era mi vientre.
Al llegar a la
estación me sentí muy fatigada y con mucho calor, la multitud no dejaba de
caminar a nuestro lado y en ocasiones sentí cierta sensación de ahogo y
claustrofobia. Nuestro tren salía a las 7 de la tarde, un horario algo tardío
para mi cuerpo serrano que ya parecía fantasmal a las 5. Localizamos el tren y
nos encaminamos a nuestro vagón, el número 7. Al entrar, una azafata muy amable
me acompañó a mi asiento y me proporcionó todo lujo de detalles para que se me
hiciera el trayecto lo más cómodo posible. Corintia no dejaba de relatarme la
diversidad de personas que compartían asiento en el vagón, pero mi cabeza
estaba en otro sitio, me sentía tremendamente cansada y con ciertos dolores por
todo el cuerpo.
Intenté dormir,
pero Corintia seguía a lo suyo, sino era relatándome la fisionomía y sus
conjeturas del resto de pasajeros, era el tecleo demasiado enérgico en su
portátil porque estaba plasmando una genial idea para una futura novela. A
mitad de trayecto, empecé a sentir unos dolores insoportables en mi vientre,
cada vez con más frecuencia y en menos tiempo. Mi avispada amiga, se percató de
que me encontraba de parto, como yo no era capaz de reaccionar, ella llamó a la
tripulación de cabina y entre el alboroto apareció un apuesto doctor que se
autoproclamó mi ayudante de primeros auxilios, o algo parecido, porque apenas
podía distinguir su voz de la de la azafata diciéndome respira y empuja, que yo
quería hacer a la vez y me resultaba imposible. Tras unos minutos, que me
parecieron una eternidad, escuche los lloros desconsolados de Lucas, cuando le
tuve en mis brazos supe que nunca podría querer más a una persona de cómo lo
quería a él. El resto de pasajeros aplaudían, cantaban e incluso bailaban con
el nacimiento de mi pequeño. Siempre estaré agradecida a ese doctor intrépido
que me ayudó a traer a lucas al mundo sano y salvo.
Al llegar a la
estación de Atocha en Madrid, nos esperaba una ambulancia para poner rumbo al
Hospital de la Paz y que nos hicieran la revisión médica que certificará que
todo estaba bien. A mi lado estaba impertérrita, Corintia, tomando notas como
una descosida, seguramente que para una escena de su próximo Best Seller.
NARRADOR TESTIGO
Penélope y yo
habíamos pasado unos días muy tranquilos en Estepona, paseando por la playa y
comiendo en sus chiringuitos. Ella estaba tremendamente ilusionada con su
próxima maternidad y no dejaba de contarme sus planes con el pequeño Lucas.
Cuando acabó sus días de descanso, Penélope y yo decidimos que le acompañaría
de vuelta a Madrid en tren de Alta Velocidad desde la estación María Zambrano
de Málaga. Ese día caluroso de verano, al llegar a la estación noté bastante
fatigada a Penélope, aunque ella no me dijo nada, no hacía falta, su rostro y
el sudor que la empapaba eran suficientemente claros para saber que ya contaba
los días para tener a su pequeño en sus brazos.
Buscamos el tren
con destino Madrid y nos dirigimos al vagón número 7, el nuestro, tuvimos que
hacernos paso entre una multitud de turistas enloquecidos por los rayos del sol
malagueño. Al entrar en el vagón, una azafata nos indicó nuestro asiento y puso
a disposición de Penélope todo aquello que le proporcionase un trayecto lo más
cómodo posible, pero yo no podía dejar de observar a la diversidad de personas
que también viajaban en nuestro vagón y no pude resistirme a imaginar cómo
serían sus vidas y a qué se dedicarían, en mi cabeza ya estaba componiendo una
escena de una futura novela. A pesar de que yo creía que estaba en silencio,
todos estos pensamientos se los estaba transmitiendo a Penélope que de repente
me dijo ¡Corintia, cállate o te comerás mi puño, que quiero dormir! En
ese momento, hice mutis por el foro, saqué mi portátil y me puse a escribir.
Al cabo de un
rato, me di cuenta que Penélope no se encontraba bien, tenía el rostro
desencajado y no paraba de gritar que le dolía mucho la barriga, entonces llamé
al personal de cabina y les transmití que mi amiga se encontraba de parto. Le
di la mano y me puse a respirar con ella. Sin previo aviso apareció un doctor
que viajaba en el vagón para ayudar en el parto de Penélope y al cabo de un
rato, lucas ya estaba en este mundo, sano y salvo gracias al doctor providencial.
El vagón estalló en júbilo y como en una escena de los hermanos Marx todo
parecía caótico dentro de un orden.
Al llegar a la
estación de Atocha en Madrid acompañé a Penélope y al pequeño lucas al
hospital, no sin antes entregar mi teléfono al apuesto doctor, ya que una buena
historia ha de ser contada con todo lujo de detalles y para eso es necesario
contar el testimonio de las personas allí presentes. Mi próximo libro se
titularía “la chica del vagón número 7”.