El catedrático de
historia contemporánea de la Universidad de Zaragoza, Julián Casanova, nos
ofrece en este ensayo un estudio de historia comparada al más alto nivel
académico centrándose en los tipos de violencia que sufrió el continente
europeo durante el siglo XX. Especialmente interesante es el capítulo 7 sobre
la violencia en Europa Central y del Este.
En las notas de un
discurso para las elecciones de 1922, Winston Churchill se refería a la “larga
serie de sucesos desastrosos que habían ensombrecido los veinte primeros años
del siglo XX: hemos visto en todo el mundo, en un país tras otro, donde se
había levantado una estructura organizada, pacífica y próspera de sociedad
civilizada, recaer en una secuencia espantosa de quiebra, barbarismo o
anarquía”.
La Primera Guerra Mundial
y la Revolución Bolchevique como sus principales
efectos habían transformado el orden internacional establecido e inaugurado un
periodo de inestabilidad política y económica de terribles consecuencias para
la población que lo vivió.
El economista John K.
Galbraith escribió muchos años después que, aunque su generación siempre
pensó en la Segunda Guerra Mundial “como el gran momento crucial del
cambio”, en realidad, desde el punto de vista social, las transformaciones
más decisivas las había provocado la Primera Guerra Mundial.
Según Hobsbawm, un
siglo XX “corto”, que duró solo desde 1914 hasta la desintegración de la
URSS en 1991.
Aunque está claro el
significado histórico que encierran estas dos fechas de inicio y final del
siglo “corto”, el análisis de la violencia indómita en Europa que propone el
autor en este libro rompe con esa periodización y la muy aceptada división del
siglo XX en dos mitades, de contrastes, una primera muy violenta y una segunda
pacífica. Esa división cronológica refleja un enfoque “europeo-occidental”,
elaborado sobre todo desde Gran Bretaña y Francia, que resta importancia o ignora
los diferentes procesos históricos de una amplia región de Europa Central y del
Este, así como de los países mediterráneos.
BREVE SINOPSIS DE
LOS CAPÍTULOS
Los dos primeros
capítulos examinan la tensión entre el mundo de privilegios,
lujo y poder en el que estaba instalada una parte de la sociedad europea antes
de 1914, en la que muy pocos anticiparon su hundimiento, y “el volcán que
estaba siendo alimentado por el poder explosivo del colonialismo”. El
reparto oficial del gran pastel africano desde los años ochenta del siglo XIX
significó un punto de inflexión para el nuevo imperialismo de las
principales potencias europeas, que contagió a amplios sectores de sus
sociedades con racismo, militarismo y etnonacionalismo.
Y fue en las colonias
donde comenzó la “orgía de violencia” que destruyó la vida de millones
de personas y que “rebotó” a Europa, volviendo a la dirección de origen, en
1914.
Varios historiadores,
por lo tanto, han identificado en los últimos años los componentes básicos
que desde finales del siglo XIX allanaron el camino a la violencia que
afloró con una fuerza e intensidad desconocidas en el continente europeo desde
el estallido de la Primera Guerra Mundial: el nacionalismo étnico-racista,
el imperialismo colonial, los conflictos de clase, agudizados por el
triunfo de la Revolución Bolchevique y una crisis prolongada del capitalismo.
Conforme avanzó el siglo XX, el número de víctimas civiles en las guerras
respecto a las militares no dejó de aumentar, constituyendo la mayoría de los
asesinados, mutilados y violados.
Los capítulos tercero y
cuarto, lo que denomina “culturas de guerra y revolución”,
cubren la primera gran oleada de violencia masiva que vivió el continente
europeo a causa de la Primera Guerra Mundial, las revoluciones rusas de 1917 y
las secuelas de los conflictos armados y el paramilitarismo que dejó la quiebra
de los imperios y del sistema tradicional de poderes en una gran parte de
Europa Central y del Este. Porque, aunque oficialmente duró cuatro años y tres
meses, la Primera Guerra Mundial no acabó en noviembre de 1918 con el
armisticio, sino que fue seguida de una oleada de violencia paramilitar, de
“brutalización” de la política y de glorificación de las armas, de la violencia
y de la masculinidad.
Tras la Gran Depresión,
que comenzó a sentirse con fuerza a partir de 1930, la democracia aguantó sólo
en unos pocos países y un nuevo autoritarismo, representado por los
fascismos y los movimientos populistas de derecha radical, triunfó en todos
los demás, en un continente económica y políticamente roto. Fascismo y
violencia fueron unidos desde el principio, porque los fascistas
contemplaron la violencia no solo como un instrumento en la lucha política,
sino como el “elemento unificador” de su propia existencia.
En el capítulo quinto,
“la violencia sin fronteras”, se hace un recorrido
transversal por diferentes casos extremos de violencia, principalmente la
limpieza étnica, el genocidio y la violencia sexual.
La limpieza étnica y el
genocidio son formas de violencia que persiguen a las personas
por su raza, religión, nacionalidad o etnicidad y aunque no siempre coinciden
en la dimensión y magnitud de la destrucción, ambos fenómenos aparecieron
juntos en cuatro diferentes “oleadas de violencia” de la historia del
siglo XX. La primera comenzó con la guerra de los Balcanes en 1912 y
finalizó con el Tratado de Lausana de 1923. La segunda coincidió con el
periodo de hegemonía nazi en Europa y con el momento en el que la Unión
Soviética de Stalin pasó de la persecución de determinados grupos sociales,
especialmente campesinos, a las deportaciones masivas de grupos definidos por
su nacionalidad. La tercera, menos mortal pero con más población
desplazada, ocurrió en el momento final de la Segunda Guerra Mundial y en los
años posteriores. La última tuvo lugar en la antigua Yugoslavia en los
años noventa cuando se creía que la limpieza étnica y el genocidio eran hechos
de una “era de atrocidad” dejada ya atrás décadas antes.
Fueron precisamente las
violaciones masivas de mujeres musulmanas en Bosnia-Herzegovina
-y el subsiguiente reconocimiento internacional como crímenes de guerra- las
que orientaron una nueva historiografía de estudios sobre la violencia sexual
en otras guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, posguerras y ocupaciones
militares, desde el genocidio de los armenios a la Francia de Vichy, el
Holocausto, la Italia de Mussolini o la España de Franco. Los diferentes
conflictos armados que jalonaron el siglo XX europeo crearon un entorno con
dinámicas específicas y excepcionales de violencia sexual, de licencia para
violar de forma repetida y como espectáculo público.
Las dos guerras mundiales
y las revoluciones de 1917 fueron las escuelas en las que se forjaron los
principales lazos de sangre, étnicos, nacionalistas y de clase a través de los
cuales se han construido los relatos, argumentos y acontecimientos más
relevantes. Pero la Segunda Guerra Mundial tampoco acabó en 1945 y en los tres
años siguientes cientos de miles de personas fascistas, colaboracionistas y
criminales de guerra fueron víctimas de violencia retributiva y vengadora.
En el capítulo sexto se
analiza ese amplio catálogo de sistemas de persecución,
desde linchamientos hasta sentencias de muerte, prisiones y trabajos forzados.
Los soldados soviéticos, en su avance por el este y centro de Europa, saquearon
y violaron con desenfreno. En las grandes capitales de Budapest, Viena y Berlín,
liberadas por el Ejército Rojo tras fieros combates, del 10% al 20% de las
mujeres fueron violadas, una historia silenciada durante largo tiempo, hasta el
derrumbe del comunismo en 1989.
La violenta derrota del
militarismo y de los fascismos allanó el camino para una alternativa que había
aparecido en el horizonte de Europa Occidental antes de 1914, pero que no se
había podido estabilizar después de 1918. Era el modelo de una sociedad
democrática, basado en una combinación de representación con sufragio universal,
estado de bienestar, con amplias prestaciones sociales, libre mercado, progreso
y consumismo.
A partir de 1945 la
cultura dominante en la política y en la sociedad democráticas rechazó la
violencia. Esta continuó, sin embargo, en los Estados del
bloque soviético dominados por los partidos comunistas, aunque cambiara sus
formas y manifestaciones, así como en las dos únicas dictaduras
ultraderechistas surgidas con los fascismos antes de 1939, en Portugal y
España, y que se perpetuaron durante las tres décadas posteriores a la
Segunda Guerra Mundial. De 1967 a 1974, la persecución política, las
cárceles, la tortura y los asesinatos formaron parte de la vida cotidiana en Grecia,
durante el régimen de los Coroneles. Fueron las anomalías más
importantes en la trayectoria histórica de Europa Occidental democrática y
capitalista durante la segunda mitad del siglo XX.
La victoria de Stalin en
la Segunda Guerra Mundial le proporcionó una oportunidad sin precedentes para
imponer su visión del comunismo en los países vecinos.
Eso es lo que el autor
narra en el capítulo séptimo, los caminos diferentes y escenarios de
confrontación que vivieron los ocho países que componían ese amplio territorio
al que se llamó Europa del Este, desde la ocupación por el Ejército Rojo en
1945 hasta las guerras de secesión de Yugoslavia.
Entre 1989 y 1991 el
mundo contempló un acontecimiento extraordinario, la disolución pacífica de un
gran poder multinacional. Pero quedaba Yugoslavia.
Julián Casanova finaliza
el libro con una aproximación a cómo se recuerdan esos pasados fracturados
desde el presente dividido. Las cicatrices visibles u ocultas que ha dejado ese
siglo XX de violencia indómita.
Como no hay una única
historia europea, sino múltiples historias que se superponen y entrecruzan una
con otra, el autor ha intentado situar las principales manifestaciones de la
violencia en un contexto transnacional y comparado. Tampoco hay una teoría
general sobre la violencia, ni los casos específicos ayudan por sí solos a
establecer lo que ha sido su principal propósito: descubrir y conceptualizar la
lógica de la violencia a través de similitudes y diferencias entre los
distintos episodios históricos.
Este es un libro sobre el
siglo XX europeo, en el sentido más amplio, y no solo sobre Europa Occidental.
La historia con mayúsculas de los “grandes personajes” -principalmente
hombres blancos y cristianos- se cruza, encuentra y, a veces, choca con
historias en minúsculas de la multitud, de hombres y mujeres anónimos. Como
prueba de que la Historia nunca es una calle de una sola dirección. Y la forma
de narrar que ha elegido el autor plasma también esa evolución, se vuelve más
sombría conforme la violencia individual del atentado contra reyes y tiranos
dio paso de forma definitiva a la de masas, a la eliminación de grupos
definidos por la clase, la raza, la religión o la nación.
Las fuentes históricas
siempre son fragmentarias, iluminan algunos aspectos y
acontecimientos y dejan otros en la oscuridad. Esos últimos son precisamente
los que los historiadores debemos buscar.
Lo que aparece en muchas
ocasiones con la etiqueta de “histórico” se refiere más bien a tradiciones
inventadas. Los pasados fracturados se recuerdan desde presentes
divididos. Las memorias se cruzan y la historia europea compartida es matizada
y bloqueada por las diferentes memorias nacionales.
Los recuerdos y
conmemoraciones de pasados difíciles y violentos plantean enormes desafíos a
los historiadores que intentamos diferenciar entre historia y memoria, entre
conocimiento documentado y subjetividad.
Las memorias cambian con
el tiempo, conforme la sociedad y la política evolucionan, y se transforman
también sus maneras de difusión en los medios de comunicación.
Ya lo advertía Tzvetan
Todorov hace más de dos décadas: hay una distinción “entre
recuperación del pasado y su subsiguiente utilización”. El historiador
no es un mago capaz de desvelar completamente el pasado, sino una guía que
estimula a leer y pensar críticamente.
Por lo tanto, no hay una
única historia europea, sino múltiples historias que se superponen y se
entrecruzan unas con otras.
Hoy más que nunca es
necesario el trabajo de los historiadores y marcar con una fijación extrema en
nuestras mentes la siguiente frase:
“RECORDAR PARA NUNCA
OLVIDAR”