Lo
que no acabó el 8 de mayo de 1945
La capitulación de
Alemania, hace ahora 75 años, no significó el final del sufrimiento de los
civiles en Europa, ni del conflicto.
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Residentes berlineses pasean entre las ruinas de la ciudad alemana, tras ser tomada por el Ejército Rojo, en mayo de 1945. |
El 8 de mayo de 1945,
hace ahora 75 años, terminó la Segunda Guerra Mundial en Europa con la entrada
en vigor de la rendición incondicional de Alemania. Sin embargo, esto no
significó el final del sufrimiento en el continente para millones de civiles,
ni siquiera el final de la guerra, que continuó en Asia hasta agosto y en
varios países europeos, donde se combatió hasta casi los años cincuenta. El Día
de la Victoria empezó la reconstrucción de un continente devastado por el mayor
conflicto de su historia, pero la paz todavía era un objetivo lejano. “Europa
entera vivió durante décadas bajo la alargada sombra de los dictadores y las
guerras de su pasado inmediato”, escribió el historiador británico Tony Judt en su clásico Postguerra (Taurus).
El Viejo Continente se
convirtió en el escenario de un nuevo tipo de conflicto, la Guerra Fría, que se
saldaría con la condena a vivir en dictaduras del socialismo real para millones
de ciudadanos de Europa del Este y con guerras civiles en Grecia o Yugoslavia.
La inmensa mayoría de los europeos vivían en la pobreza extrema, entre las
ruinas y el hambre constante, mientras se producían oleadas de refugiados.
“Todos y todo, con la notable excepción de las bien alimentadas fuerzas de
ocupación aliadas, parecían acabados, sin recursos, exhaustos”, explica Judt.
Los antiguos nazis trataban de escabullirse, mientras los supervivientes del
Holocausto encontraban muy pocos lugares seguros en los que refugiarse. En gran
parte del continente se produjeron episodios de violencia aunque la mayoría de
los combates habían finalizado. Algo que no ocurrió en Asia, el otro gran frente de la Segunda
Guerra Mundial.
Los combates en el
Pacífico
Ni la destrucción de
Alemania, ni el suicidio de Hitler, ni el derrumbe del Tercer Reich, ni el
sufrimiento atroz para millones de personas, llevaron al Japón imperial a
rendirse. “Al día siguiente de la rendición incondicional de Alemania, Japón
anunció desafiante al mundo su voluntad de seguir luchando”, escribe Max
Hastings en Némesis (Crítica), el ensayo en el que este gran
historiador de la Segunda Guerra Mundial analiza la derrota de Japón en 1945.
Los B-29 estadounidenses llevaban meses portando muerte y destrucción al
corazón de Japón en forma de bombardeos masivos –una cuarta parte de Tokio fue
destruida en la noche del 9 al 10 de marzo con bombas incendiarias–, pero la
derrota parecía lejana. Una invasión terrestre del archipiélago era demasiado
costosa y existía el peligro de que Rusia se adelantase, por lo que Estados
Unidos ya había tomado la decisión de utilizar la
bomba atómica, primero contra Hiroshima (6 de agosto) y luego contra Nagasaki
(9 de agosto). Para muchos historiadores, aquellas nuevas armas no
significaron solo el final de la Segunda Guerra Mundial, sino el principio de
la Guerra Fría, que ya había empezado en Europa incluso antes de la rendición
de Alemania.
La Guerra Fría
Los Aliados se dividieron
Europa en cuatro conferencias: Teherán, Yalta, Potsdam y la menos conocida de
Moscú, en la que, sin la presencia del presidente estadounidense Franklin
Delano Roosevelt, Josif Stalin y Winston Churchill decidieron el destino de los
Balcanes en un trozo de papel garabateado. La desconfianza había marcado toda
la fase final del conflicto y cada vez estaba más claro que una parte del
continente iba a quedar sometida a la URSS en lo que el historiador Keith Lowe llama “la subyugación del este de
Europa” en Continente salvaje (Galaxia Gutenberg). “La
toma del este de Europa por el comunismo no fue un proceso pacífico”, explica
Lowe, quien señala que los combates continuaron en Ucrania, Bielorrusia,
Lituania, Letonia, Estonia y Polonia, esta vez contra los partisanos. “Los
partidos comunistas adoptaron una estrategia de presión encubierta, seguida de
otra de terror y represión”, escribe Tony Judt. Incluso países como
Checoslovaquia, donde el Partido Comunista apenas había logrado un 10% de los
votos antes de la guerra, estaban sentenciados. Alemania quedó rápidamente
rota. Solo con la caída del Muro de Berlín, en 1989, aquellos millones de
europeos del Este recuperarían la libertad.
La expulsión de los
alemanes
Desde el final de la
Primera Guerra Mundial, los países de Europa del Este habían sido una mezcla de
culturas, lenguas y pueblos. En 1945, ese crisol se terminó de manera brutal en
la mayoría de aquellos Estados, sobre todo con la expulsión masiva de los
alemanes étnicos, uno de los grandes dramas del conflicto y, a la vez, el menos
conocido. Los alemanes pasaron de ser los verdugos, porque su apoyo masivo al
nazismo fue indiscutible hasta el final, a ser las víctimas, sobre todo las
mujeres que padecieron las violaciones masivas de los soldados soviéticos.
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La firma de la rendición alemana, en Berlín, el 8 de mayo de 1945. |
Un continente de
refugiados
Mientras llegaban oleadas
y oleadas de alemanes, a su vez millones de personas trataban de regresar a sus
países desde las ruinas del Tercer Reich. Solo en Alemania estaban varados ocho
millones de trabajadores esclavos de toda Europa, que querían volver sin
recursos en medio del caos. Uno de ellos era el padre del escritor holandés
Ian Buruma, que cuenta su retorno en Año cero. Historia de 1945 (Pasado&Presente).
Llegó tan hambriento y deteriorado a Holanda, explica Buruma, “que seis meses
después, aún era visible en él la hinchazón de la hidropesía causada por la
falta de alimentos”. Sin embargo, muchos otros refugiados no tenían un lugar al
que volver, sobre todo los judíos, las principales víctimas del horror nazi.
“Los judíos de todas las
nacionalidades descubrirían que el fin del dominio alemán no significaba el fin
de la persecución. Ni mucho menos. Pese a todo lo que habían sufrido los judíos,
el antisemitismo aumentaría al final de la guerra”, argumenta Lowe. Polonia era
un lugar especialmente peligroso, donde los pogromos fueron frecuentes, el peor
de ellos en Kielce, el 4 de julio de 1946. “El regreso de los judíos al este
nunca se consideró siquiera, ya que nadie en la URSS, Polonia ni ningún otro
lugar mostraba el más mínimo interés en su regreso. Tampoco los judíos fueron
especialmente bienvenidos en el oeste”, explica por su parte Tony Judt.
El final de la Segunda
Guerra Mundial también representó el principio de la construcción europea. Los
países vencedores habían aprendido del error del Tratado de Versalles y
comprendieron que solo una Europa unida, que incluyese a Alemania, podría
evitar un tercer conflicto mundial. Sobre las ruinas de Europa, en aquel
desolador y a la vez esperanzador año 1945, se empezó a construir el futuro.
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