sábado, 8 de agosto de 2020

RESEÑA DEL LIBRO LOS EUROPEOS: TRES VIDAS Y EL NACIMIENTO DE LA CULTURA COSMOPOLITA DE ORLANDO FIGES

 

Los europeos es la historia apasionante del nacimiento de la cultura compartida de nuestro continente en el siglo XIX, contada a través de un extraño y maravilloso triángulo amoroso formado por el gran escritor ruso Iván Turguénev, Pauline Viardot, de origen español y apellidada García en su soltería y Louis Viardot, hispanista francés y gran experto en arte.

Los Viardot e Iván Turguénev


Estos tres personajes brillantes, apasionados y ambiciosos estuvieron en el centro del intercambio artístico europeo, cerca de figuras como Delacroix, Berlioz, Chopin, Liszt, Schumann, Víctor Hugo, Goncourt, Dickens, Flaubert y Dostoievski, que se abrían paso a través de una cultura próspera y genuinamente cosmopolita. El desarrollo de las comunicaciones, la imprenta y los viajes en tren permitieron a artistas de todo tipo intercambiar ideas y ganarse la vida, yendo y viniendo por todo el continente, lo que propició un verdadero canon europeo artístico, musical y literario.

Orlando Figes


Orlando Figes
consigue combinar de forma magistral una narrativa fluida con la consistencia de la buena documentación dando como resultado una investigación muy minuciosa y precisa. Este prestigioso historiador británico nacionalizado alemán nos traslada a este mundo de grandes cambios culturales a través de detalles íntimos y anécdotas poco conocidas mostrándonos la fuerza unificadora de la cultura europea. Aunque adopta un estilo distinto, sigue la senda que marcaron autores como Stefan Zweig en su Legado de Europa o George Steiner en La idea de Europa.

Así explica el autor el propósito de su trabajo: “El modo en que se fue creando esta «cultura europea» es el tema de este libro. Se propone explicar cómo llegó a suceder que, en torno a 1900, en todo el continente se estuvieran leyendo los mismos libros, haciendo reproducciones de los mismos cuadros, tocando la misma música en los hogares o escuchándola en las salas de conciertos e interpretando las mismas óperas en todos los teatros más importantes de Europa. En resumen, se propone explicar cómo se estableció el canon europeo —que constituye la base de la alta cultura actual, no solo en Europa, sino en todas aquellas partes del mundo en las que hubo asentamientos europeos— durante la era del ferrocarril. En el continente, había existido una cultura internacional entre las élites al menos desde el Renacimiento. Esta se erigía sobre la base del cristianismo, la literatura clásica, la filosofía y el estudio, y se había extendido por las cortes, academias y ciudades de Europa. Pero no fue hasta el siglo XIX que pudo desarrollarse una cultura de masas relativamente integrada en todo el continente”.

Si os gustó su libro el baile de Natacha, sin lugar a dudas, este trepidante y culto ensayo de la cultura europea del siglo XIX os resultará muy estimulante para poder comprender, en cierta manera, la Europa de hoy en día.

Estructurado en ocho capítulos principales a los que se añaden una nota introductoria sobre el dinero —en la que aborda la noción de valor asociada a las monedas nacionales de la Europa del siglo XIX—, mapas, ilustraciones, así como un epílogo y un abundante apartado de notas en el que fundamenta este ensayo; el autor explora diversos temas como el impacto de la revolución industrial en el acceso al público y los derechos intelectuales; el auge de los libros de bolsillo baratos y los folletines seriales en los periódicos con gran éxito de lectores de diversas clases; la economía de la producción significada en la gestión de conciertos, teatros y publicaciones; el nacionalismo reaccionario y el antisemitismo que envolvieron el caso Dreyfuss; la invención de la impresión litográfica y la irrupción de la fotografía; la popularización del turismo o la consolidación del libre comercio. Capítulos trufados con la historia del triángulo sentimental entre Pauline Viardot, famosa compositora y prima donna de ópera –hija del embaucador, negociante e increíble personaje Manuel García– su marido Louis Viardot, dramaturgo, maestro en arte, republicano y autor de la primera guía del Museo del Prado, y el escritor ruso Iván Turgénev que inauguró la edad dorada de sus letras y de las de Europa. Tres personajes entrando y saliendo de viaje por Nápoles, San Petersburgo, Cádiz y Londres en un caleidoscopio de figuras como Delacroix, Beethoven, el ludópata Dostoyevski, el maestro del realismo Gustave Flaubert o el romántico Chopin en cuyo funeral cantó La Viardot por dos mil francos. El precio de la cultura, sus bambalinas, el ferrocarril que fomentó nuevas comunidades y nuevas ideas; lo mismo que sirvió para transportar a los soldados que en 1914 destruyeron la Europa de una efervescente vanguardia que reconstruyó el puente con la cultura, como concepto de un territorio donde la economía y el alma eran una hermosa pareja de sueños y baile. Qué riqueza existencial, qué nostalgia de progreso.

La Gare de Saint Lazare de Claude Monet 1877


En la Gare de Saint-Lazare, a iniciativa del barón James de Rothschild, se reúnen todo París para una celebración; no del edificio de Claude Monet que por entonces no se había construido, sino de la inauguración de la línea férrea París-Bruselas. El sábado 13 de junio de 1846, salía de allí un lujoso tren de pasajeros tirado por una locomotora a vapor, la primera que se veía en aquel lugar, entre las exclamaciones de quienes todavía eran capaces de conservar el sentido del asombro en ese tiempo de grandes esperanzas, que decía Dickens. Asoma aquí inesperada, discretamente, la línea argumental del último libro de Orlando Figes que con el título de Los europeos recrea el marco que posibilita el nacimiento de una cultura cosmopolita. El territorio olvidado por los historiadores académicos pese a que se trata del mundo de ayer famosamente recordado por Stefan Zweig. Porque este libro “es una historia internacional donde Europa se contempla como un todo, no de forma seccionada por estados nacionales o zonas geográficas”; libro que atiende un objetivo preciso: “Abordar un espacio de transferencias culturales, de traducciones e intercambios a través de las fronteras nacionales, a partir de las cuales surgiría una cultura europea”. La era del ferrocarril como icono de una época que convierte el viaje en razón de la vida.

Sin embargo, en estos años, existen señales en sentido contrario. Los nacionalismos que recelan que el flujo internacional del tráfico cultural socave la identidad de un país. Y aquí se produce la trágica colisión que condena a Europa: a la relación entre cultura y capitalismo que explica el gran desarrollo del mundo operístico de la segunda mitad del siglo XIX se opone la relación entre revancha nacional y capital que crea una poderosa industria armamentística con el único fin de acabar con el adversario a mayor gloria de una nación. Cultura o guerra. No hay más. De ahí que Figes afirme que “la cultura internacional desaparecería con el estallido de la Primera Guerra Mundial”.

La siguiente decisión de Figes está llena de posibilidades narrativas. Tres personajes están en el centro de su libro, una mujer y dos hombres, un ménage à trois muy especial. La severidad prestada a los detalles le sale de un modo natural como efecto del interés por los tres personajes. Su tendencia instintiva hacia la privacy, al modo de un Henry James que deseara saber más allá de sus propias observaciones, se traslada a un estilo contenido, a las observaciones sobre la vida y el trabajo de los protagonistas, que avanzan empujándose entre sí para ver quién de ellos tres alcanza el centro del relato.

Giacomo Meyerbeer


Una mujer, la cantante y compositora Pauline Viardot, nacida García, de padres sevillanos instalados en París, que se parece y no se parece a las demás divas de la ópera con su voz de heroína griega, que tanto elogiaba su amiga Clara Schumann, en unos tiempos que hacía estragos L’elisir d’amore, de Gaetano Donizetti, delineándose hacia un nuevo concepto de música, primero con el hoy casi olvidado El profeta de Giacomo Meyerbeer y más tarde con Berlioz, Gounod, hasta hacerse devota de Wagner tras el Tannhauser. Con ella estamos tan lejos de Anna Netrebko o Diana Damrau que hoy ya no la consideramos, aunque eso no impide que la entendamos gracias a Figes, y con ella el mundo que la rodeó; empezando por su marido Louis Viardot, crítico de arte, académico, editor, gestor teatral, republicano hasta la médula, enfrentado con su archienemigo el emperador Luis Napoleón, que habita en París sin vivir el ambiente de la ciudad, que elige Baden-Baden como lugar idóneo donde desarrollar sus ideas y el trabajo de su esposa; y terminando con el gran escritor ruso Iván Turguénev que poco a poco se fue adaptando a los desafíos del mercado y consiguió superar, con los derechos de autor, la pésima gestión de la hacienda que le dejara su acaudalada aunque sumamente cicatera madre.

Vemos a los tres, su necesidad de encontrar un acomodo en la vida cultural y su desesperación por no encontrarlo; incluso vemos que estas emociones son sinceras pero a menudo un poco exageradas, de una manera calculada, por si acaso la compasión que despierta Turguénev con su vida errante y llena de deudas, de Pauline con su falta de aceptación entre la sociedad parisina (le censuraban su afán de dinero), del exilio voluntario de Louis que no soporta los esplendores del Segundo Imperio. Todo eso lo expresa con sus obras (canto en ella, relatos y gestión cultural en ellos), pero también con su pose mundana: sus viajes, sus reuniones, sus objetos (como la partitura del Giovanni de Mozart que Pauline guardaba en una caja neogótica en su salón), el piano donde ensayaba o daba clase, el lujo en suma, de una vida glamurosa por donde pasaba lo más nutrido de la sociedad, desde Chopin a Liszt, incluso los jóvenes como Wagner, o luego Gounod y Fauré.

Los europeos es un comentario mordaz de una sociedad que aspira a todo y se queda en nada: “Si el centro de las ciudades medievales estuvo señalado por las catedrales, las grandes ciudades burguesas del siglo XIX estaban dominadas por los auditorios, los teatros de ópera, las bibliotecas, las galerías de ­arte y los museos de ciencias”. Un objetivo de la burguesía que tomaba distancia de la aristocracia y de las clases trabajadoras, una porque sólo se interesaba por su ocio en el campo mediante la caza, la otra porque trabajaba demasiado tiempo como para asimilarlo, a pesar de las sillas del gallinero. Al final se percibe la fragilidad de un mundo que hace de la belleza su principal objetivo. Las revoluciones de 1848-49 fueron fatales para la cultura cosmopolita, como lo fue la guerra franco-prusiana de 1870 o el resto de guerras y revoluciones. Una fragilidad que demuestra ese aspecto frío, cruel, del capitalismo del siglo XIX, capaz de lo mejor y de lo peor. Insensible al hecho de que la cultura sino se extiende no tiene sentido.

Como el propio Figes dice: “la noción de Europa como espacio cultural —tanto un espacio compartido como un espacio de unión de los «europeos»— surgió por primera vez durante las primeras décadas del siglo XIX. Saint-Simon concebía a Europa como la portadora de una «misión civilizadora» que se definía por su espíritu secular, en el que las artes tomarían el lugar de la religión, la raza o la nación como elemento de unión de los dos pueblos del continente. Goethe creía que el crecimiento del tráfico cultural y del intercambio entre naciones formaría un tipo híbrido de cultura europea. Pero solo durante el último cuarto de siglo abrieron paso estas ideas a la noción de existencia de una sensibilidad europea o de una identidad cultural distintiva, una sensación de «europeidad» compartida por los ciudadanos de Europa, con independencia de su nacionalidad”.

El libro de Figes es un texto brillante que captura el cosmopolitismo de aquella Europa que abrazó la idea de alta cultura, de la que durante años se vanaglorió el Viejo Continente, en una época caracterizada por el fortalecimiento de los principios de una sociedad abierta (de la que teorizó Popper), sin deuda y sin inflación. Un continente diverso en su pluralidad, unido de forma genuina por una verdadera “cultura sin fronteras”. Una obra histórica de primera magnitud, que permite a un tiempo sumergirnos en el rico mosaico de la cultura europea, explorar nuestros valores comunes, y aproximar el periodo de mayor luz y progreso que seguramente haya conocido el continente y que bien podría servirnos de inspiración a la hora de gestionar ese bien común que es la civitas europea.

Mark Twain


Para finalizar esta reseña, vamos a recordar una frase de Mark Twain citada en las páginas de este ensayo que señala de forma directa el concepto de cosmopolitismo:

“Viajar es fatal para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de miras”

Guía para viajeros inocentes (1869).

 

jueves, 2 de julio de 2020

¿Y SI FUERA ELLA?


Ana Pérez

“Parece retrasada”, esa frase, que había escuchado cientos de veces en mi infancia cuando me cruzaba con niños y niñas de mi edad y aun otras personas no tan pequeñas, era un mantra que todavía hoy no se me ha quitado de la cabeza. Cuando era una niña, mis padres notaron que algo no iba bien en mi lenguaje, por lo tanto, empezaron a llevarme a un prestigioso logopeda para que me enseñara a pronunciar bien las palabras. Ellos creían que mi timidez hacía que dudase de mis facultades, pero pronto se dieron cuenta de que no era sólo un problema de timidez. En el cole, me sentía el bicho raro de la clase porque, mientras mis compañeros pintaban, coloreaban, escribían o jugaban, yo me aburría y me ponía a contar musarañas hasta que la profesora venía a mi pupitre y me pillaba en plena ensoñación. Cuando me preguntaba qué estaba haciendo, yo le contestaba que estaba contando los planetas del universo. Entonces, ella se exasperaba porque no lograba entender por qué no me juntaba con mis compañeros y hacía como ellos las tareas encomendadas. La verdad es que mi clase era un poco rollo, así lo sentía, ya que nos pasábamos todo el día haciendo cosas tan banales como pintar o dibujar. ¡Ni que fuéramos Rembrandt o Picasso!

Cuando comencé la Educación Primaria me fui encerrando cada vez más en mi misma porque el resto de compañeros se reían de mí, ya que no era guay para ellos. Mis padres, muy preocupados por mi aislamiento social, me llevaron, esta vez, a la consulta de un psicólogo charlatán, al que lo único que le interesaba era el dinero que le dejaban mis progenitores en cada sesión. Me preguntaba cosas banales, me enseñaba diferentes formas extrañas en cartulinas y decía que necesitaba más sesiones para sacar un diagnóstico concluyente. Después de más de cuarenta sesiones, llegó a la conclusión de que no me pasaba nada más allá de las cosas típicas de la edad de una niña de siete años. Ahí pensé que los charlatanes sabelotodo no estaban sólo en las tertulias televisivas sino también en las consultas médicas.

Fueron transcurriendo los cursos de Educación Primaria sin mejorar mis relaciones sociales, aunque académicamente sacaba notas brillantes sin demasiado esfuerzo, puesto que los ejercicios que nos proponían eran muy sencillos para mí. En casa, en vez de leer las lecturas complementarias del cole, devoraba las obras de Edgar Allan Poe, la Historia Interminable y las novelas de Charles Dickens. En el último curso de la Educación Primaria llegó un nuevo compañero, se llamaba José, y al ser el último en incorporarse tuvo que sentarse en el pupitre que estaba al lado del mío. Este hecho me provocó una gran desazón pues estaba acostumbrada a mi confortable soledad y los cambios de rutinas me causaban una gran inquietud.

José resultó ser un estupendo compañero de pupitre, que acabó convirtiéndose en mi primer amigo. Él era diferente a los demás porque sabía cómo captar mi atención. Me decía las cosas claras y sin dobles sentidos, respetaba mis rutinas y espacios, además de ayudarme a entender el comportamiento del resto de la clase. Se había convertido en mi amigo del alma. Un día, en un ataque de sinceridad, le pregunté: “¿Cómo es que has dado con la forma de tratarme en la que yo pueda interactuar contigo?”, a lo que él me respondió: “muy fácil, tú eres como mi hermana Clara que tiene el Síndrome de Asperger, entonces te trato como si fueras ella”.

Al llegar a casa ese día les dije a mis padres lo que me había dicho mi amigo José sobre su hermana y el síndrome de Asperger. A ambos se les iluminó la cara de felicidad porque al fin veían una pequeña luz al final del túnel de incomprensión social que su hija había sufrido todos estos años. De todas formas, el camino no fue fácil ya que al año siguiente empecé la Educación Secundaria en un nuevo centro con nuevos compañeros y sin mi amigo José, que se tuvo que marchar a vivir con sus padres a Hong Kong, debido a que su padre ocupaba un puesto directivo en una gran multinacional y lo habían enviado para organizar la nueva sede recién inaugurada de ese lugar.

La marcha de José, el cambio de centro y el nuevo tratamiento para mi síndrome me ocasionaron muchos problemas de conducta, que tardaron algunos años en controlarse. Mis nuevos compañeros eran más crueles que los que había tenido en primaria, aquel “parece retrasada”, que tanto me decían, se convirtió en esta chica es “la loca de la colina”. Las burlas hacia mi fueron incesantes, lo que provocó que me volviera a encerrar en mí misma y centrara toda mi atención en el estudio. Esto hizo que acabase la Educación Secundaria y el Bachillerato con matrícula de honor y una mención especial en matemáticas. ¡Me encantan las matemáticas! Tanto es así, que gané la beca América de estudios superiores de matemáticas en el MIT de Massachusetts. El mucho sufrimiento, que tuviera durante esos años, se compensaba ahora con la emoción de tener la oportunidad de aprender matemáticas con los mejores matemáticos en Estados Unidos, pero mi alegría fue fugaz porque mis padres no estaban muy convencidos de la idea, ya que yo seguía una rutina muy rígida todos los días y no creían que fuera capaz de lograrlo sola. Finalmente, tras muchas discusiones, decidieron dejarme ir con la condición de que uno de los dos siempre estaría a mi lado. Acepté y acto seguido me fui a comprar los billetes de avión, sólo los de ida.

El primer mes fue frenético, todo era nuevo y emocionante. El país, la universidad y ¡hasta los compañeros! Muchos eran muy frikis de las matemáticas y eso me gustaba. Los primeros tres meses me acompañó mi madre en el pequeño apartamento proporcionado por la universidad y todo me resultó mucho más sencillo.

Un día en la clase de álgebra vi a un chico que me recordaba a José, mi amigo de la infancia, pero no podía ser él porque esto no era Hong Kong. Al finalizar la clase, vi cómo ese chico esperaba a que saliese yo con una sonrisa profident en el rostro y al verme gritó: ¡Ana! ¡Mi amiga del alma, nos volvemos a encontrar! Acto seguido me preguntó si podía darme un abrazo y fui yo quien se abalanzó sobre él. La alegría que sentía era inmensa y lo invité a comer en el apartamento que compartía con mi madre. Allí nos pusimos al día y supe que hacía tres años que residía en los Estados Unidos porque a su padre lo habían vuelto a trasladar, esta vez a Nueva York, él había acabado sus estudios secundarios en un High School de Manhattan y había sido admitido en el MIT para realizar la carrera de matemáticas ¡Qué casualidad! Compartiría con él mi estancia en el MIT.

Cada vez me sentía más integrada en la vida americana y fui socializando con la gente poco a poco, que sabía cómo dirigirse a mí, gracias en gran parte a la labor realizada por José, que se ocupaba de advertir a quienes me conocían de mis rutinas, y yo ya no me sentía aquel bicho raro de épocas pasadas.

Tal fue mi adaptación que, después de un año de estancia en Estados Unidos, mis padres dejaron de quedarse conmigo en el pequeño apartamento del campus porque vieron que ya podía defenderme yo sola. Esto supuso una gran victoria en cuanto a mi desarrollo personal frente al síndrome.

Al finalizar los estudios en el MIT, nos ofrecieron trabajo a José y a mí en la misma gran empresa tecnológica, decimos aceptarlo y trasladarnos al Estado de California, en concreto a San Francisco. Nuestra relación se fue estrechando con los años y en California ya compartíamos piso; yo sentía algo extraño por él, una fuerte atracción, que nunca antes había experimentado. Un día él me aclaró lo que me pasaba. Y me propuso que fuéramos novios, lo que me pareció una idea estupenda.

Al cabo de tres años éramos padres de una preciosa niña, Chloé. Y aquel lejano comentario de “parece retrasada”, que había sufrido a lo largo de los años, parecía desvanecerse a pasos agigantados y ahora sólo podía pensar en lo afortunada que era al haber formado una familia tan especial. Entonces, recordé aquella frase tan bonita que me dijo José en primaria: ¿Y si fueras ella?