Los europeos
es la historia apasionante del nacimiento de la cultura compartida de nuestro
continente en el siglo XIX, contada a través de un extraño y maravilloso
triángulo amoroso formado por el gran escritor ruso Iván Turguénev, Pauline
Viardot, de origen español y apellidada García en su soltería y Louis
Viardot, hispanista francés y gran experto en arte.
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Los Viardot e Iván Turguénev |
Estos tres personajes
brillantes, apasionados y ambiciosos estuvieron en el centro del intercambio
artístico europeo, cerca de figuras como Delacroix, Berlioz, Chopin, Liszt,
Schumann, Víctor Hugo, Goncourt, Dickens, Flaubert y Dostoievski, que se
abrían paso a través de una cultura próspera y genuinamente cosmopolita. El
desarrollo de las comunicaciones, la imprenta y los viajes en tren permitieron
a artistas de todo tipo intercambiar ideas y ganarse la vida, yendo y viniendo
por todo el continente, lo que propició un verdadero canon europeo artístico,
musical y literario.
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Orlando Figes |
Orlando Figes
consigue combinar de forma magistral una narrativa fluida con la consistencia
de la buena documentación dando como resultado una investigación muy minuciosa
y precisa. Este prestigioso historiador británico nacionalizado alemán nos
traslada a este mundo de grandes cambios culturales a través de detalles
íntimos y anécdotas poco conocidas mostrándonos la fuerza unificadora de la
cultura europea. Aunque adopta un estilo distinto, sigue la senda que marcaron
autores como Stefan Zweig en su Legado de Europa o
George Steiner en La idea de Europa.
Así explica el autor el
propósito de su trabajo: “El modo en que se fue creando esta «cultura
europea» es el tema de este libro. Se propone explicar cómo llegó a suceder
que, en torno a 1900, en todo el continente se estuvieran leyendo los mismos
libros, haciendo reproducciones de los mismos cuadros, tocando la misma música
en los hogares o escuchándola en las salas de conciertos e interpretando las
mismas óperas en todos los teatros más importantes de Europa. En resumen, se
propone explicar cómo se estableció el canon europeo —que constituye la base de
la alta cultura actual, no solo en Europa, sino en todas aquellas partes del
mundo en las que hubo asentamientos europeos— durante la era del ferrocarril. En
el continente, había existido una cultura internacional entre las élites al
menos desde el Renacimiento. Esta se erigía sobre la base del cristianismo, la
literatura clásica, la filosofía y el estudio, y se había extendido por las
cortes, academias y ciudades de Europa. Pero no fue hasta el siglo XIX que pudo
desarrollarse una cultura de masas relativamente integrada en todo el
continente”.
Si os gustó su libro el
baile de Natacha, sin lugar a dudas, este trepidante y culto ensayo de
la cultura europea del siglo XIX os resultará muy estimulante para poder
comprender, en cierta manera, la Europa de hoy en día.
Estructurado en ocho
capítulos principales a los que se añaden una nota introductoria sobre el
dinero —en la que aborda la noción de valor asociada a las monedas
nacionales de la Europa del siglo XIX—, mapas, ilustraciones, así como un
epílogo y un abundante apartado de notas en el que fundamenta este ensayo; el
autor explora diversos temas como el impacto de la revolución industrial en el
acceso al público y los derechos intelectuales; el auge de los libros de
bolsillo baratos y los folletines seriales en los periódicos con gran éxito de
lectores de diversas clases; la economía de la producción significada en la
gestión de conciertos, teatros y publicaciones; el nacionalismo reaccionario y
el antisemitismo que envolvieron el caso Dreyfuss; la invención de la impresión
litográfica y la irrupción de la fotografía; la popularización del turismo o la
consolidación del libre comercio. Capítulos trufados con la historia del
triángulo sentimental entre Pauline Viardot, famosa compositora y prima donna
de ópera –hija del embaucador, negociante e increíble personaje Manuel García–
su marido Louis Viardot, dramaturgo, maestro en arte, republicano y autor de la
primera guía del Museo del Prado, y el escritor ruso Iván Turgénev que inauguró
la edad dorada de sus letras y de las de Europa. Tres personajes entrando y
saliendo de viaje por Nápoles, San Petersburgo, Cádiz y Londres en un
caleidoscopio de figuras como Delacroix, Beethoven, el ludópata Dostoyevski, el
maestro del realismo Gustave Flaubert o el romántico Chopin en cuyo funeral
cantó La Viardot por dos mil francos. El precio de la cultura, sus bambalinas,
el ferrocarril que fomentó nuevas comunidades y nuevas ideas; lo mismo que
sirvió para transportar a los soldados que en 1914 destruyeron la Europa de una
efervescente vanguardia que reconstruyó el puente con la cultura, como concepto
de un territorio donde la economía y el alma eran una hermosa pareja de sueños
y baile. Qué riqueza existencial, qué nostalgia de progreso.
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La Gare de Saint Lazare de Claude Monet 1877 |
En la Gare de
Saint-Lazare, a iniciativa del barón James de Rothschild, se reúnen
todo París para una celebración; no del edificio de Claude Monet que por
entonces no se había construido, sino de la inauguración de la línea
férrea París-Bruselas. El sábado 13 de junio de 1846, salía de allí un
lujoso tren de pasajeros tirado por una locomotora a vapor, la primera que se
veía en aquel lugar, entre las exclamaciones de quienes todavía eran capaces de
conservar el sentido del asombro en ese tiempo de grandes esperanzas, que decía
Dickens. Asoma aquí inesperada, discretamente, la línea argumental del último
libro de Orlando Figes que con el título de Los europeos recrea
el marco que posibilita el nacimiento de una cultura cosmopolita. El territorio
olvidado por los historiadores académicos pese a que se trata del mundo de
ayer famosamente recordado por Stefan Zweig. Porque este libro “es una
historia internacional donde Europa se contempla como un todo, no de forma
seccionada por estados nacionales o zonas geográficas”; libro que atiende
un objetivo preciso: “Abordar un espacio de transferencias culturales, de
traducciones e intercambios a través de las fronteras nacionales, a partir de
las cuales surgiría una cultura europea”. La era del ferrocarril como
icono de una época que convierte el viaje en razón de la vida.
Sin embargo, en estos
años, existen señales en sentido contrario. Los nacionalismos que recelan que
el flujo internacional del tráfico cultural socave la identidad de un país. Y
aquí se produce la trágica colisión que condena a Europa: a la relación
entre cultura y capitalismo que explica el gran desarrollo del mundo
operístico de la segunda mitad del siglo XIX se opone la relación entre
revancha nacional y capital que crea una poderosa industria armamentística con
el único fin de acabar con el adversario a mayor gloria de una nación. Cultura
o guerra. No hay más. De ahí que Figes afirme que “la cultura internacional
desaparecería con el estallido de la Primera Guerra Mundial”.
La siguiente decisión de
Figes está llena de posibilidades narrativas. Tres personajes están en el
centro de su libro, una mujer y dos hombres, un ménage à trois muy
especial. La severidad prestada a los detalles le sale de un modo natural como
efecto del interés por los tres personajes. Su tendencia instintiva hacia
la privacy, al modo de un Henry James que deseara saber más allá de
sus propias observaciones, se traslada a un estilo contenido, a las
observaciones sobre la vida y el trabajo de los protagonistas, que avanzan
empujándose entre sí para ver quién de ellos tres alcanza el centro del relato.
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Giacomo Meyerbeer |
Una mujer, la cantante y
compositora Pauline Viardot, nacida García, de padres sevillanos
instalados en París, que se parece y no se parece a las demás divas de la ópera
con su voz de heroína griega, que tanto elogiaba su amiga Clara Schumann,
en unos tiempos que hacía estragos L’elisir d’amore, de Gaetano Donizetti,
delineándose hacia un nuevo concepto de música, primero con el hoy casi
olvidado El profeta de Giacomo Meyerbeer y
más tarde con Berlioz, Gounod, hasta hacerse devota de Wagner tras
el Tannhauser. Con ella estamos tan lejos de Anna Netrebko o
Diana Damrau que hoy ya no la consideramos, aunque eso no impide que la
entendamos gracias a Figes, y con ella el mundo que la rodeó; empezando por su
marido Louis Viardot, crítico de arte, académico, editor, gestor
teatral, republicano hasta la médula, enfrentado con su archienemigo el
emperador Luis Napoleón, que habita en París sin vivir el ambiente
de la ciudad, que elige Baden-Baden como lugar idóneo donde desarrollar sus
ideas y el trabajo de su esposa; y terminando con el gran escritor ruso Iván
Turguénev que poco a poco se fue adaptando a los desafíos del mercado
y consiguió superar, con los derechos de autor, la pésima gestión de la
hacienda que le dejara su acaudalada aunque sumamente cicatera madre.
Vemos a los tres, su
necesidad de encontrar un acomodo en la vida cultural y su desesperación por no
encontrarlo; incluso vemos que estas emociones son sinceras pero a menudo un
poco exageradas, de una manera calculada, por si acaso la compasión que
despierta Turguénev con su vida errante y llena de deudas, de
Pauline con su falta de aceptación entre la sociedad parisina (le censuraban su
afán de dinero), del exilio voluntario de Louis que no soporta los esplendores
del Segundo Imperio. Todo eso lo expresa con sus obras (canto en ella, relatos
y gestión cultural en ellos), pero también con su pose mundana: sus viajes, sus
reuniones, sus objetos (como la partitura del Giovanni de
Mozart que Pauline guardaba en una caja neogótica en su salón), el piano donde
ensayaba o daba clase, el lujo en suma, de una vida glamurosa por
donde pasaba lo más nutrido de la sociedad, desde Chopin a Liszt, incluso los
jóvenes como Wagner, o luego Gounod y Fauré.
Los europeos es
un comentario mordaz de una sociedad que aspira a todo y se queda en
nada: “Si el centro de las ciudades medievales estuvo señalado por las
catedrales, las grandes ciudades burguesas del siglo XIX estaban dominadas por
los auditorios, los teatros de ópera, las bibliotecas, las galerías de arte y
los museos de ciencias”. Un objetivo de la burguesía que tomaba distancia
de la aristocracia y de las clases trabajadoras, una porque sólo se interesaba
por su ocio en el campo mediante la caza, la otra porque trabajaba demasiado
tiempo como para asimilarlo, a pesar de las sillas del gallinero. Al final se
percibe la fragilidad de un mundo que hace de la belleza su principal
objetivo. Las revoluciones de 1848-49 fueron fatales para la
cultura cosmopolita, como lo fue la guerra franco-prusiana de 1870 o el resto
de guerras y revoluciones. Una fragilidad que demuestra ese aspecto frío,
cruel, del capitalismo del siglo XIX, capaz de lo mejor y de lo peor.
Insensible al hecho de que la cultura sino se extiende no tiene
sentido.
Como el propio Figes
dice: “la noción de Europa como espacio cultural —tanto un espacio
compartido como un espacio de unión de los «europeos»— surgió por primera vez
durante las primeras décadas del siglo XIX. Saint-Simon concebía a Europa como
la portadora de una «misión civilizadora» que se definía por su espíritu
secular, en el que las artes tomarían el lugar de la religión, la raza o la
nación como elemento de unión de los dos pueblos del continente. Goethe creía
que el crecimiento del tráfico cultural y del intercambio entre naciones
formaría un tipo híbrido de cultura europea. Pero solo durante el último cuarto
de siglo abrieron paso estas ideas a la noción de existencia de una
sensibilidad europea o de una identidad cultural distintiva, una sensación de
«europeidad» compartida por los ciudadanos de Europa, con independencia de su
nacionalidad”.
El libro de Figes es un
texto brillante que captura el cosmopolitismo de aquella Europa que abrazó la
idea de alta cultura, de la que durante años se vanaglorió el Viejo Continente,
en una época caracterizada por el fortalecimiento de los principios de una
sociedad abierta (de la que teorizó Popper), sin deuda y sin inflación. Un
continente diverso en su pluralidad, unido de forma genuina por una verdadera
“cultura sin fronteras”. Una obra histórica de primera magnitud, que permite a
un tiempo sumergirnos en el rico mosaico de la cultura europea, explorar
nuestros valores comunes, y aproximar el periodo de mayor luz y progreso que
seguramente haya conocido el continente y que bien podría servirnos de
inspiración a la hora de gestionar ese bien común que es la civitas
europea.
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Mark Twain |
Para finalizar esta
reseña, vamos a recordar una frase de Mark Twain citada en las páginas
de este ensayo que señala de forma directa el concepto de cosmopolitismo:
“Viajar
es fatal para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de miras”
Guía
para viajeros inocentes (1869).
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